viernes, 21 de diciembre de 2012

Yo conocí a los Trincado Fontán. Comenzando por Fidelito.

Sus palabras eran convincentes y, si conoces a Fidelito Trincado, estarás de acuerdo que decía la verdad. “Un día navegaba por el mar del norte frente a las costas alemanas”. Así comenzó su relato sobre sus días como cadete de la marina de guerra. “Ya me sabía a mierda toda aquella jodienda y quería escapar de todo aquello”. Su opción definitiva fue obtener una baja médica. Otras variantes, como declarar una falsa homosexualidad, no le pareció prudente; le pedirían que lo demostrara y, según sus palabras, “eso no me gustaba”. Su plan era sencillo: salir en pelotas a la cubierta del barco, pues con la temperatura que había, seguro pillaba una pulmonía devastadora. Luego iría a tierra, lo enviarían a Cuba y, sucediera lo que sucediera, aquello sería un buen comienzo para su licenciamiento.



“Mientras me quitaba la ropa, todavía dudaba. Estábamos en los camarotes y hacía un frío del carajo. Afuera me congelaría, la ventisca levantaba olas que se derramaban por cubierta y el agua estaba fría como si saliera del congelador”.

Se fue desprendiendo de cada pieza entre los comentarios de dudas y reproches del resto de los marineros. El acto suponía una apuesta del tipo de las que siempre participó Fidelito, dado a hacer lo que parece imposible. Nadie vislumbraba las verdaderas intenciones.

“Salí a cubierta, hacía un frío del carajo… era medio día pero el cielo estaba completamente nublado, el viento cortaba como una navaja. Me paré cerca de la borda, sin camisa ni pantalones pero con las botas puestas, no quería coger eccema en los dedos. Abrí los brazos en forma de cruz y respiré profundo varias veces. No me sentía los güevos, tenía la cara entumecida, los riñones me dolían.”

En algún momento su voluntad se quebró. Con sus seis pies de estatura salió corriendo de la cubierta sujetándose las pelotas y se metió en la litera debajo de la frazada con botas y todo. Los comentarios de que estaba loco, que no tenía cabeza, etc., eran de esperar, pero para Fidelito siempre constituyeron como una especie de halago.

El resultado fue un fracaso. Al otro día ni estornudó. Se tuvo que levantar como todos y continuar los interminables ejercicios propios del infante de la marina.

De regreso a Cuba, una mañana después de la llamada a formación, mientras continuaba su vida marinera en tierra, tuvo una idea que resultaba muy simple y tenía las posibilidades de ser efectiva de forma inmediata. No terminó de abotonar sus botas, levantó la vista mientras todavía permanecía sentado y fue girando su pie izquierdo hacia dentro. Cuando estuvo de pie  y su pie en ángulo de 90 grados hacia dentro, comenzó a andar con una evidente cojera que descartaba la infantería por ese día.

Las quejas de dolor despertaban suspicacias en el médico, que le inspeccionaba en detalle el tobillo y no detectaba síntomas de torcedura. Pero tampoco la justificación de Fidelito ayudaba a comprender la lesión.
“Sí doctor, me levante así, no sentí nada mientras dormía, lo descubrí todo cuando me estaba poniendo las botas… y me duele mucho, no puedo enderezarlo”

Siempre he escuchado que en la sencillez de un relato está el éxito. Pues Fidelito lo confirmó. No se salió ni un ápice de su historia y al médico se le agotaron las preguntas sin lograr la mínima explicación médica para el caso; ni después de examinar la placa de rayos X.  El teniente a cargo de su unidad le repetía a gritos que no le creía ni una palabra, que sería llevado a consejo de guerra y la prisión militar no se la quitaría nadie de arriba. Fidelito escuchó impávido al teniente, mientras mantenía esa mirada cargada de una candidez suspicaz que te da la sensación de hablar al espectador de una sala de teatro. Fidelito no parece hacer esfuerzo alguno para lograr esa postura: la mirada fija, los ojos tan abiertos que las cejas dibujan un arco en medio de la frente y no hace gesto ninguno con el rostro.  Si conoces a Fidelito, sabes que no está asustado, que no reculará y que no te escucha. Sencillamente, te exaspera.

Según contó, cuando hubo una pausa, saludó militarmente y con voz desentonada dijo: “permiso para retirarme”. Imagino que el teniente lo aprobó, porque continuó diciendo que salió caminado con el pie torcido y no volvió a marchar en la compañía, aunque  tenía que levantarse tan temprano como los otros y dedicarse a los trabajos más ingratos que se le pueden ordenar a un soldado. Le tuvieron retenido el pase por mucho tiempo, tanto que él mismo dice que perdió la cuenta. Después de muchos meses llegó el momento que los oficiales al mando tuvieron que reconsiderar la decisión, era un incordio tenerlo allí. Cada quince días era sometido a nuevos exámenes médicos y los médicos no se cansaban de repetir que no tenía nada, pero que como siguiera en esa postura se le iba a joder el pie de verdad. La táctica fue modificada y se le permitió salir el fin de semana.

La Habana siempre ha estado llena de lugares donde puedes encontrar lo que se busca si se tienen más de 18 años. Pero Fidelito tenía el temor de que todo fuera una trampa y lo estuvieran siguiendo o cualquiera de sus compañeros le pudiera chivatear. Por eso, aunque estuviera por la heladería Coppelia -lugar de concentración juvenil en aquellos tiempos-, mantuvo su peculiar marcha, soportando estoicamente el desprecio cruel de las chicas de su edad que lo encontraban algo torcido. Le tomó tiempo –todo un curso de estudios y preparación- agotar la paciencia de la jefatura. Los meses pasaron entre la cocina y las letrinas de la unidad. Pero el día llegó y fue llamado al Estado Mayor. Allí, frente al teniente coronel que estaba al frente de la escuela de cadetes, escuchó atentamente el último intento para convencerlo que dejara su comedia, que sería perdonada su desobediencia y un interminable sermón sobre la patria y el honor de pertenecer a la marina revolucionaria. Hasta que al teniente coronel se le hizo enigmática e insoportable la cara de Fidelito y le comunicó que estaba licenciado. “Ahora lárgate, sal de mi presencia”, le dijo finalmente el oficial. Fidelito saludó a la manera de los militares pidiendo permiso para retirase.  “Sí, sí… LÁRGATE!” le repitió el teniente coronel. Desde entonces sigue haciendo la misma historia. “Me giré y salí caminado con mi pie torcido...”, con la misma cara que desesperó al médico y a toda la jefatura de la marina: ojos completamente abiertos, las cejas en forma de arco tan prolongados que se le colocan a mitad de la frente... y una sonrisita tan simplona que compite con la de La Gioconda.

El resto de la historia es sencilla. Dice que recogió sus pertenencias, vestido con ropa de civil llegó hasta la puerta de entrada de la unidad y, un buen trecho después de traspasar la línea de la garita, se detuvo y terminó el relato con este comentario: “Entonces sentí una ansiedad repentina, me detuve, enderecé el pie izquierdo y, aunque tuve una pequeña molestia, no pasó nada. Y seguí mi camino de manera natural…”. Conociendo a Fidelito, es altamente probable que esta vez su sonrisa fuera más parecida a la del Joker de Batman.

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