Si hablamos de la comida que nos servían en Macanacú, almuerzo y cena, podemos decir con toda rotundidad que era muy mala y siempre la misma: sopa y “galletas campesinas” -¿no aclaré antes como eran las galletas?-, pues lo hago ahora: grandes, sosas, elásticas como chicle y hechas con harina rancia. Muy malas…
Pero quiero señalar un detalle no menos importante, a la hora de comer (cenar) tenías que andarte ágil… Porque te podías quedar sin ella. Y había algo peor, más jodido, que te dieran un plato con sorpresa desagradable. Amelia Henríquez me contó que en una ocasión le dieron una sopa de pollo y que la de ella ¡tenía la cabeza con los ojos, el pico y la cresta del pollo!
Yo estuve en Macanacú, recuerdo ese momento del cambio de las guaguas para los camiones, la lluvia, el fango, los camiones patinando en el lodo. Juanita, una amiguita mía, se puso tan nerviosa que daba gritos y corría en el fango arrastrando los pies dando vueltas sin sentido. Yo más bien me divertía con toda aquella locura, claro tenía 13 años, no medía peligros. No recuerdo haber comido gofio al llegar, si sé que me tiré en una litera y me quedé dormida, me despertó mi hermana Amalia llorando, porque no me encontraba y no sabía que había pasado conmigo después de un viaje como aquel. Pero es maravillosa la juventud, a pesar de todo esto disfrutábamos a los Fórmula V, cantábamos, pasábamos hambre, bailábamos, llorábamos y reíamos.
Domingo, Parque Abel Santamaría, frente al Centro Escolar 26 de Julio, antiguo Cuartel Moncada (Santiago de Cuba).
Llegué al parque de mañana junto a mi papá, mi mamá y mi hermano menor. Mi papá cargaba una maleta de madera que fabricó el abuelo con tablas de madera recia. El viejo quería asegurarse que estuviera blindada; aquella maleta pesaba lo que una vaca. El parque, aunque era temprano, estaba lleno de estudiantes listos para asistir a su primera Escuela al Campo, todos con maletas de madera.
Amanece y la luz se apodera de todo. Los tripulantes del Katamarán, exhaustos, comienzan su desembarco. Anclan a unos metros de la orilla, se quitan toda la ropa, que está completamente mojada; y se quedan en trusa (traje de baño). Es el Caribe, pero en esta época hace algo de frío y deciden hacer fuego. Agrupan la madera que ha recalado en el lugar y, con la bujía del motor y algo de combustible, encienden una fogata. Entonces ven que alguien les hace señas con una linterna desde el otro lado de la bahía. Pero no pueden responder… ya no tienen linterna, la rompieron.
Todavía no tienen seguridad de si llegaron a territorio americano, por eso están pendientes a todo lo que se mueve. Y entonces ven como un destroyer con la inscripción US. NAVY entra en la bahía y ellos, como náufragos, saludan batiendo los brazos dirigiéndose a los marines, que primero miran con ciertas dudas, pero luego responden como gente normal a los saludos.
Por mucho que le pregunté, no logré que Onel pudiera explicar, en orden, lo que hizo o pensó ese día, narrándome la historia a ráfagas. Entonces decidí que, sin inventar nada y siendo lo más fiel posible a los hechos, narraría las cosas como pienso que pudieron pasar.
Es el día.
Días antes de la salida hacen un ensayo general, simulan disfrutar como familias normales de un día de playa. Pero cuando llega el “gran día”, y Onel espera que Marta le acompañe de nuevo a la playa de Cazonal, ella se niega. No puede resistir la idea de ver a Onel en aquella “cosa” hacerse a la mar.
Con Onel involucrado a tope y, considerando, el conocimiento que pueda aportar Omar, seguía siendo un proyecto de dudoso éxito.
Lo primero: había que sellar completamente el sidecar, no podía hacer agua de ninguna manera, porque las posibilidades de achicar resultarían imposibles. Había que repasar cada costura del sidecar con acetileno, lijarlo y pintarlo para dejarlo como nuevo. Cuentan que cuando el sidecar estaba contra una pared esperando ser utilizado, muchas personas que visitaban la casa de los Henríquez en Cuabitas (Barrio de Santiago de Cuba) le decían a Onel: “eso parece un bote”. Onel sonreía con su risa “pícara de ingenuo”, pero la verdad es que se asustaba. ¿Y si lo descubren…? Sí, sentía miedo de que descubrieran sus planes.
Cuando Onel acarició con sus manos aquel catamarán en miniatura, algo se iluminó en su cabeza y tuvo la mayor de sus ocurrencias: “Esto lo puedo hacer yo”, se dijo, y decidió que podía convertir un sidecar, de una moto Júpiter, en algo así como un catamarán.
No fue la primera vez que pensó irse de Cuba, ni su primera intentona. Quizá las ganas de largarse le llegaron después de estar escuchando, años tras años, hablar y hablar de los logros y beneficios de la Revolución y ver cómo la realidad se obstinaba en mostrar lo contrario; o tal vez siempre se quiso ir de Cuba.
Se dice que los cubanos somos adictos a los discursos, y no solo a escucharlos sino también a darlos.
Esa costumbre no es solamente cubana; charlas de bar (o de borrachos) existen por todo el mundo y en todas las etnias. Pero en el caso cubano no es un asunto de elocuencia etílica. Los cubanos… bueno no, mejor así: cualquier cubano está preparado -anímica e intelectualmente- para soltar una “muela” moralizante (o un “rollo” como dicen in Spain) en cualquier momento y en cualquier lugar. Y siempre habrá otro cubano dispuesto a recibirla… y a rebatirla con otra “muela” superior.
Un día, Mongo Maurisset me comentó lo “maravilloso” que resultó que The Beatles fueran censurados en Cuba -por constituir una fuente de “diversionismo ideológico”-. Así, según él, disfrutamos del grupo con el sabor que tiene lo prohibido y, también, durante más tiempo…
Estoy de acuerdo, porque al no escucharlos libremente en la radio, sus canciones nunca llegaron a hartarnos del todo.
Pero siempre que hablo de Los Beatles –y mira que lo hago- recuerdo a mi abuela materna, Estrella Soria Ramos, con toda seguridad la persona que más canciones de los Beatles ha escuchado. Y estoy hablando de un periodo que va desde que tocaban en el famoso “Cavern Club” hasta hoy.
En casa de la abuela teníamos un tocadiscos tan grande como cualquier otro mueble de la sala. Allí también vivían mis primos Rafaelito (El Flaco) y Enrique (Kiko), dos jóvenes que, cuando despertaban cualquier día de la semana, lo primero que hacían era hacer sonar el Second Album o el Help. La abuela, que ya estaba despierta con sus tareas hogareñas, iniciaba también su nuevo día de Beatles. Incluso, cuando los primos comenzaron a trabajar y se iban al curro, podía suceder que entonces llegara Rafle, otro primo (todavía adolescente) que, en aquella época (hoy sigue con lo mismo), andaba con su guitarra componiendo y cantando. Pues ¿saben qué?, Rafle también hacía sonar los discos de los Beatles.
Muchas veces también llegaba yo por la tarde a casa de la abuela, con algún amigo de la escuela, precisamente para escuchar a Los Beatles. ¿La abuela?, por allí, en sus cosas de la casa. En aquella época mi abuela y yo escuchamos tantas veces Please Mr. Postman, que yo la podía cantar, en inglés, sin saber qué carajo decía la letra. ¿Lo dudas?, pregúntale a Iliana Ballester si es verdad o no. Ella estudió conmigo en la secundaria y lo podrá confirmar. Averigua pa’que veas.
Más de una vez algún amigo de mis primos (de los que vivían en el Reparto Fomento) llegaba, saludaba, preguntaba por El Flaco y, estuviera o no, encendía el tocadiscos y escuchaba a Los Beatles: Rubber Soul o Revolver. ¡¡Sí, sí, Armandito Calzadilla, tú también!!, aunque no te veo en Facebook. ¿Por dónde andarás…?
Llegaba la tarde y muchas veces la abuela se sentaba en el portal de la casa a descansar, pero, si en casa estaban mis primos, allí podía encontrar a Chichi, Wany o Jorgito Cola’e Pato que, seguro, estaban escuchando música de… Los Beatles.
Una tarde entró Rafaelito (El Flaco) a toda carrera en la casa. Llevaba una cinta magnética (en aquella época eran unos rollos del carajo) que me mostró a la cara mientras decía: “La última canción de los Beatles, es una canción larga… la más larga de todos los tiempos”. Efectivamente, me pareció infinita. Rafaelito, mientras sonaba la canción, no dejaba de mirarme con los ojos muy abiertos. Para él, todo lo que tenía que ver con los Beatles era algo trascendental. Y ¿saben qué?, mientras Hey Jude inundaba toda la casa, mi abuela seguía a lo suyo. Recuerdo perfectamente ese día, esa tarde. La abuela, mientras fregaba platos, fumaba uno de aquellos cigarrillos Vegueros tan largos como Hey Jude. En un momento llegó hasta la sala de la casa, donde disfrutamos a todo volumen la canción. Se quedó mirándonos varios segundos y, con el cigarrillo a un lado a lo Humphrey Bogart, hizo una pregunta en voz alta: “¿Esto no tiene final?”, mientras continuaba el Laaa la la lala laaa… hey Jude, de fondo.
Durante años en casa de la abuela se escuchó música de Los Beatles, desde la mañana hasta la noche. Los sábados igual, aunque MÁS alto. Y eso que en Cuba, en aquellos años, era muy peligroso escuchar su música. Te podían considerar un “desafecto” a la Revolución… Era música en inglés, “la lengua del enemigo” y, entonces, estabas muy jodío.
¡Ah, se me olvidaba algo interesante!. Yo nunca escuché a la abuela tararear ninguna de las canciones de los Beatles y sospecho –¡qué digo sospecho, estoy seguro!- que las podría cantar de memoria, ¡y en inglés!
Cuando Denís entró al Pub de la Ciudad Vieja, en A Coruña, sintió de golpe el sofocante resuello del local: tufo a humedad, luces de velas como única iluminación, conversaciones ensordecedoras, música a todo volumen, bailadores sudorosos, paredes repletas de grafitis (muy obscenos) y muchas fotos de viejos coches americanos en la Habana. No faltaba un solo ingrediente de las referencias que le dieron. Sorteando los danzarines llegó hasta la barra; el único lugar iluminado. Nada más sentarse, y lo abordó un mulato grandulón, proponiéndole diferentes bebidas con un fuerte acento caribeño. Denís, con un ligero gesto de cabeza ratificó su última oferta. Minutos después, bebía un mojito mientras daba vueltas en su mente cómo abordar el tema que le traía. Así estuvo otros minutos más, mientras la música continuaba retumbando en el local de manera machacona.
Ocurrió en la cafetería de la CUJAE (Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría). Mientras varios amigos nos comíamos unas “fritas” (1) con té de jengibre y comentábamos sucesos y fenómenos que no existían en Cuba, como por ejemplo la nieve, uno del grupo elevó la mirada, hizo un giro con la cabeza y soltó: “Yo la he visto y la he tocado”. “¿¡Cómo!? ¡Tú nunca has salido de Cuba!”, le comentamos al unísono. Pero él contraatacó: “Una prima mía, que estudió en la Unión Soviética, antes de venir de vacaciones guardó nieve en un termo. Cuando estaba en casa, aquí en Cuba, abrió el termo y la vi, la toqué, y estaba fría…”.
“Los hombres son todos iguales, prometen el mundo y te endulzan la oreja hasta que obtienen lo que quieren, que es solo eso”. “Tienes que tener cuidado, no puedes confiar nunca en ellos y nunca les dejes acercarse demasiado si no sabes que vienen con buenas intenciones”. “Una mujer seria y decente nunca da el primer paso, tienes que esperar que sean ellos, porque si no, van a pensar que eres una de esas….”
Mi madre me habla desde la experiencia.
Sentadas en el portal de casa de abuela, con mi pelo en las manos trenzándolo, mi madre dicta las leyes que una adolescente deseada e ingenua tiene que saber para no perder “Eso” que es el famoso premio que todos quieren, y que mientras esté intacto, será el escudo que defiende mi honor.
Yo tenía solo 14 años, aún no entendía el poder que tenemos.
Venía atravesando el parque de Ferreiro y llegaba a la esquina de la farmacia cuando vi varias personas que se acercaban mientras gritaban “consignas revolucionarias”. No puse atención, suponía que era más de lo mismo de lo que siempre he vivido en Cuba. Continué mi camino, pero vi que llegaba más gente desde el otro sentido de la calle y los cánticos ahora estaban claros: “que se vayan… que se vayan…”. Me detuve, miré atrás y vi un gentío que se había agrupado ante la casa que está frente a la farmacia. Gritaban a coro las consignas que antes venían cantando. Pero ahora vi que también tiraban huevos contra la casa y observé que, desde un carro estacionado a pocos metros del lugar, había quien extraía estuches de cartón con huevos y los repartía entre los manifestantes. La aglomeración de personas reunidas podía pasar de cien; no obstante, muchas no participaban activamente, solo observaban. Pero un grupo muy combativo y enardecido también tiraba piedras entre los huevos.
El cubano, en términos generales, es “carnívoro”. Aunque en los últimos cincuenta años se ha producido una intentona de convertirnos a todos en vegetarianos. Pero los cubanos, en general, tienen preferencia por la carne de cerdo. Seguro les viene de su linaje peninsular. No hay cubano que se precie como tal que no quiera celebrar cualquier acontecimiento con una buena ración de carne de cerdo asado, yuca con mojo y plátanos a puñetazos o, como dirían en mi región, con tostones; una delicia inimitable. Pero, les comento, hay una historia que puede tener mucho de leyenda urbana, sólo apta para los que consideran la carne como un elemento que, incorporado a la dieta, convirtió a los homínidos en humanos.
Una mañana dos amigos, uno cubano y otro gallego, se reúnen en una cafetería de La Habana donde solo se puede pagar con CUC, moneda cubana del tipo dólar USA o Euro, porque el peso cubano, el de toda la vida, no aguantó los avatares de la vida y hoy está por los suelos. Pero les contaba, los dos amigos quedan de acuerdo en cenar en casa del cubano; aunque, en verdad, este estuvo tratando de zafarse del tema, pues le parecía que su casa no era buen lugar para la reunión. Pero desde que comentó, digamos que sin querer, que en la bañera de la casa tenía un cerdo esperando su San Martín, el gallego no dejó de insistir y terminó por ofrecerse en comprar todos los productos, incluso pagar cualquier gasto extra… El cubano, un cirujano del Hospital Hermanos Ameijeiras, consultó la propuesta con su mujer, cirujana también del mismo hospital, y decidieron no dejar pasar la oportunidad. Organizar la velada en casa para mostrar cómo se vive, satisfacer la curiosidad de un amigo y obtener un puñado de euros al mismo tiempo, no era un mal plan.
Con prisa me vestí, con un vistazo evalué que todo dentro del piso quedara en orden. Bajé las escaleras de dos en dos. En la calle, el olor a sardina asada delataba la celebración. Me detuve unos segundo en la acera y pensé: a la derecha..., a la izquierda...; por la derecha. No es mi primer día de San Juan en Galicia, pero sí el que me conquistó. Antes miraba las fogatas como el viajero alucinado por las maneras de otros; hoy estoy entregado a las fiestas. Una buena sardina desmembrada con los dedos, un buen mendrugo de pan de tierra gallega, masticar con fuerza, para, después de zamparse el bocado, tomar un largo y profundo trago de Albariño; les juro, es como tocar el cielo… En A Coruña la música suena por todas partes, la gente ríe, canta, baila y el ambiente de la ciudad tiene un efecto purificador.
“Yo soy yo y mi circunstancia…” José Ortega y Gasset
Phil Kauffman fue el primero, en el verano del 2004, que al conocer que yo era cubano recordó
inmediatamente a Rafael, su amigo y condiscípulo universitario de los años sesenta y con quien había perdido contacto por un lapso de más de 30 años. A instancias mías nos adentramos en la Internet y
en pocos minutos supimos que Rafael vivía en Tampa y trabajaba en la Universidad. Phil lo sorprendió entonces con una llamada telefónica que borró en un segundo la incomunicación. El propio Rafael me contó que llegó a los Estados Unidos como refugiado político en el proyecto “Peter Pan” dejando a su familia atrás y con el inmenso temor de no volverlos a ver, aunque años después logró la reunificación familiar e inició sus estudios de Ingeniería Eléctrica en la Universidad de Nuevo Méjico, donde conoció a Phil. La vida hizo que estos dos amigos se comunicaran de nuevo desde mi oficina, y la entrañable amistad de antaño abrió sin quererlo el camino para mí, otro cubano que en la rudeza del exilio encontró un nuevo amigo. Phil me contrató entonces como consultante de su compañía, de la cual hoy soy miembro activo.
Primero fue en un club de Irvine en California, recién llegados al exilio, donde fuimos invitados a bailar por el cumpleaños de Andy, la esposa de mi primo. Habían allí varios salones donde se oían diferentes géneros musicales y algunas parejas bailaban sin mucha intención, como reservándose para un momento mejor; recuerdo que en un instante todo cambio de improviso cuando en una de salas se escucharon los acordes de esa canción que me acecha, y casi todos corrieron en bandada y se dispusieron a bailar como no lo habían hecho en toda la noche. Bailaban salsa, por supuesto, y descubrí en su baile los pasos de un entrenamiento feroz y académico hasta llegar a la ejecución perfecta, y Rosa María me llamó la atención de que algunos aún parecían marcar los pasos como contando, 1 a la derecha y al centro, 2 a la izquierda y al centro, en un remedo de Casino mecanizado y sin la naturalidad propia de quienes lo aprenden sin maestro, sólo sintiendo la música. Pero lo mejor eran los acordes de La Guantanamera, el estribillo, los versos de Martí, la rememoración de mi ciudad natal. Mi primo Faustico me dijo “Esa es la mejor música del mundo” y no pude llorar aunque quise, y ahora que escribo lo hago aprovechando la soledad. Me sorprendí injusto con la canción y con la música cubana, porque siempre he protestado contra aquel proverbio de que “nadie es profeta en su tierra”, y esa canción necesitó ser oída por mí lejos en California antes de que yo la consagrara definitivamente, menuda soberbia. Entonces en vez de bailarla la cantamos a viva voz, destruyendo de un golpe aquel prejuicio de que mucha de la música cubana es para bailar y no para ser escuchada. Allí estaba viva, robándole el público a los demás géneros. Vi vacío el salón del rock y aquello me sobrecogió.
Esta entrada es la colaboración de un amigo: Arquímedes Ruiz Columbié.
"...Alone, all alone
Nobody, but nobody
Can make it out here alone..."
Maya Angelou
Bomp Bomp Bomp...Juan ha dribleado tres veces el balón hacia el tablero, si lo hace una vez más tengo que correr al aro porque va a usar su gancho... pero si se detiene quizás me pase el balón en mi corte a la botella...Bomp...me voy al aro, tengo que agarrar el rebote...no...dos puntos de Juan, vamos al frente...
Conocí a Juan Martínez Caballero en laSecundaria Básica Regino Boti cuando todos hacíamos noveno grado en aquel concentrado que en un principio rechacé por mi cariño a "la Orejón", mi escuela de séptimo y octavo. Pero "la Regino" me hizo descubrir una parte de Guantánamo que no conocía y mi entrañable ciudad natal se volvió un poquito más grande, aparecieron nuevos amigos de otras extracciones sociales que me enriquecieron con lo que contaban y también con sus sueños. Entre ellos estaba Juan, un negro muy educado, un poco mayor y más alto que yo, que dominaba mejor el balón, y que podía acoplar su voz a la Choly en la guitarra cantando al estilo doo-wop de Los Platters:
“He elegido este lugar porque nos permite hablar con privacidad”. El hombre que hablaba en perfecto español con un rechinante acento anglosajón, se conducía con soltura y sus movimientos eran pausados y armoniosos. Vestía ropa de algodón amplia, apropiada al calor del Caribe y, de manera ordenada, iba colocando documentos sobre una mesa servida con zumos, dulces, frutas y café.Mientras mostraba cada escrito, protegidos por envoltorios de plástico, a una señora que superaba los 65 años, daba pequeñas explicaciones muy precisas sobre cada uno.
-¡Caballero! hoy sí que vengo pertrechao. Me acabo de jamar un plato de Congrí con un filetón de cerdo y mil to’tone… hoy dejaré liquidao a to’er mundo.
Así alardeaba José con su huesuda estampa, ataviado con una inmaculada camiseta extra talla de los Marlins, pantalones cortos parcheados y sandalias “mete deo”. Dedicó su desafío a tres hombres que rodeaban una mesa, donde otros cuatro jugaban una partida de dominó en el parque. Nadie de los que estaba de pie puso mucha atención, tan solo unas miradillas por encima del hombro. Los otros cuatro que jugaban no se inmutaron. A la sazón, José se sentó en uno de los bancos que hacen esquina, se restregó con las manos la barriga, levantando ligeramente la camiseta y estiró los pies, mostrando como sus retorcidos dedos engrampaban las sandalias plásticas. Los jugadores y los espectadores del dominó, después de asimilar la presentación de José, comenzaron una “ponina” (recaudación de donativos voluntarios, generalmente para fines benéfico-espirituosos) dedicada a la compra de una simple botella de “chispa 'e tren”, con la intención que la carga etílica humanizara la tarde dominguera.