Rafael Quevedo Domínguez. Este tipo es mi primo. La primera vez que tuve conciencia plena de su existencia fue en un estadio. Era el año 1967, jugaba el equipo local contra los Industriales, un club de la Habana, donde militaban los mejores jugadores de béisbol de aquellos años. Era un equipo imbatible, eran fenomenales, habían ganado de forma consecutiva las ultimas cuatro ligas. La rivalidad entre la Habana y Santiago de Cuba en béisbol es ancestral. Estábamos sentado varios primos y amigos, y en aquella inmensa algarabía de fanáticos de los Orientales, club que representaba a las provincias del mismo nombre, de donde era Santiago de Cuba, Rafle no hacía más que burlarse del pícher (lanzador, para los que no están avezados en la jerga beisbolera) de Orientales. “Coño… el cobrero está hoy que no hay quien le vea la bola” -comentario sarcástico que hacía a viva voz-. “El cobrero” era Manuel Alarcón, un ídolo de los fanáticos, una gloria del béisbol cubano de la época, era el mejor: control, inteligencia… pero ese día iba fatal, fatal. Las cosas no fueron bien, ni para el club local ni para nosotros, que tuvimos que largarnos antes que terminara el juego. Los fanáticos de Orientales la tomaron con Rafle y, por extensión, con los que estábamos con él. En todo el trayecto a casa, él sólo hablaba de como la gente quería matarnos. Así supe que a Rafle, lo que le iba de verdad, era nadar contra corriente. Y ahora que lo pienso mejor, me alegro por aquella experiencia; contra corriente es más divertido. Antes de continuar quiero hacer un comentario, ese año Orientales ganó la Liga, lo hizo en el último juego, en la misma Habana en el Estadio del Cerro, y ganó Manuel Alarcón “el cobrero” lanzando todo el tiempo. Quizás nada de esto venga al caso, pero considero que debo hacer esta aclaración.