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martes, 10 de junio de 2014
La verdadera historia del Gazpacho
Esto que voy a contar seguro que no cae bien entre los españoles; en especial a los andaluces. “Vas por mal camino” me dice mi novia, que mira por encima de mis hombros lo que escribo en el ordenador.
¿Qué es el Gazpacho?
Según la wiki: Se conoce como gazpacho a un tipo de preparación culinaria consistente en la elaboración de una sopa fría con ingredientes como el aceite de oliva, vinagre y hortalizas crudas: generalmente tomates, pepinos, pimientos, cebollas y ajo.
En muchas recetas también lleva al menos dos rebanadas de pan del día anterior, sin la corteza. Encontré en internet muchas maneras de prepararlo, les pego una.
jueves, 13 de marzo de 2014
Las cubanas saben lo que vale la carne
O sea, que la carne en Cuba no es una cosa que sea poco importante. A la bodega nos llegaban dos bistecs de vaca (que pa’mí eran de la vaca que estaba en el pesebre con Jesús, de lo duro que eran) y, cuando había, ternilla. ¿Se acuerdan de las matazones por la ternilla, caballeros? Una jauría de gente dándose codazos para poder coger un bultico de huesos para hacer sopa. ¡De pin…, ping…! A mi tía le rajaron un labio con un codazo mal dao en el "ternilleo" y ahí mismo se formó el salpafuera y mi tía se quedó con el labio partido, sin ternilla y con un bulto de pelos de la tipa en la mano.
jueves, 28 de noviembre de 2013
Hojas de Plata
“Los hombres son todos iguales, prometen el mundo y te endulzan la oreja hasta que obtienen lo que quieren, que es solo eso”. “Tienes que tener cuidado, no puedes confiar nunca en ellos y nunca les dejes acercarse demasiado si no sabes que vienen con buenas intenciones”. “Una mujer seria y decente nunca da el primer paso, tienes que esperar que sean ellos, porque si no, van a pensar que eres una de esas….”
Mi madre me habla desde la experiencia.
Sentadas en el portal de casa de abuela, con mi pelo en las manos trenzándolo, mi madre dicta las leyes que una adolescente deseada e ingenua tiene que saber para no perder “Eso” que es el famoso premio que todos quieren, y que mientras esté intacto, será el escudo que defiende mi honor.
Yo tenía solo 14 años, aún no entendía el poder que tenemos.
martes, 15 de octubre de 2013
En Cuba, después de más de 50 años de dictadura, todavía no se ha superado esa fase política
Venía atravesando el parque de Ferreiro y llegaba a la esquina de la farmacia cuando vi varias personas que se acercaban mientras gritaban “consignas revolucionarias”. No puse atención, suponía que era más de lo mismo de lo que siempre he vivido en Cuba. Continué mi camino, pero vi que llegaba más gente desde el otro sentido de la calle y los cánticos ahora estaban claros: “que se vayan… que se vayan…”. Me detuve, miré atrás y vi un gentío que se había agrupado ante la casa que está frente a la farmacia. Gritaban a coro las consignas que antes venían cantando. Pero ahora vi que también tiraban huevos contra la casa y observé que, desde un carro estacionado a pocos metros del lugar, había quien extraía estuches de cartón con huevos y los repartía entre los manifestantes. La aglomeración de personas reunidas podía pasar de cien; no obstante, muchas no participaban activamente, solo observaban. Pero un grupo muy combativo y enardecido también tiraba piedras entre los huevos.
viernes, 20 de septiembre de 2013
¿Cuántos San Martines le pueden llegar a un cerdo?
El cubano, en términos generales, es “carnívoro”. Aunque en los últimos cincuenta años se ha producido una intentona de convertirnos a todos en vegetarianos. Pero los cubanos, en general, tienen preferencia por la carne de cerdo. Seguro les viene de su linaje peninsular. No hay cubano que se precie como tal que no quiera celebrar cualquier acontecimiento con una buena ración de carne de cerdo asado, yuca con mojo y plátanos a puñetazos o, como dirían en mi región, con tostones; una delicia inimitable. Pero, les comento, hay una historia que puede tener mucho de leyenda urbana, sólo apta para los que consideran la carne como un elemento que, incorporado a la dieta, convirtió a los homínidos en humanos.
Una mañana dos amigos, uno cubano y otro gallego, se reúnen en una cafetería de La Habana donde solo se puede pagar con CUC, moneda cubana del tipo dólar USA o Euro, porque el peso cubano, el de toda la vida, no aguantó los avatares de la vida y hoy está por los suelos. Pero les contaba, los dos amigos quedan de acuerdo en cenar en casa del cubano; aunque, en verdad, este estuvo tratando de zafarse del tema, pues le parecía que su casa no era buen lugar para la reunión. Pero desde que comentó, digamos que sin querer, que en la bañera de la casa tenía un cerdo esperando su San Martín, el gallego no dejó de insistir y terminó por ofrecerse en comprar todos los productos, incluso pagar cualquier gasto extra… El cubano, un cirujano del Hospital Hermanos Ameijeiras, consultó la propuesta con su mujer, cirujana también del mismo hospital, y decidieron no dejar pasar la oportunidad. Organizar la velada en casa para mostrar cómo se vive, satisfacer la curiosidad de un amigo y obtener un puñado de euros al mismo tiempo, no era un mal plan.
Una mañana dos amigos, uno cubano y otro gallego, se reúnen en una cafetería de La Habana donde solo se puede pagar con CUC, moneda cubana del tipo dólar USA o Euro, porque el peso cubano, el de toda la vida, no aguantó los avatares de la vida y hoy está por los suelos. Pero les contaba, los dos amigos quedan de acuerdo en cenar en casa del cubano; aunque, en verdad, este estuvo tratando de zafarse del tema, pues le parecía que su casa no era buen lugar para la reunión. Pero desde que comentó, digamos que sin querer, que en la bañera de la casa tenía un cerdo esperando su San Martín, el gallego no dejó de insistir y terminó por ofrecerse en comprar todos los productos, incluso pagar cualquier gasto extra… El cubano, un cirujano del Hospital Hermanos Ameijeiras, consultó la propuesta con su mujer, cirujana también del mismo hospital, y decidieron no dejar pasar la oportunidad. Organizar la velada en casa para mostrar cómo se vive, satisfacer la curiosidad de un amigo y obtener un puñado de euros al mismo tiempo, no era un mal plan.
sábado, 6 de julio de 2013
El guajiro, machete en mano, quiso darle la última oportunidad.
Maritza Álamo ha escrito una novela, todavía inédita, me la envió y ahora la estoy leyendo. De crítica literaria entiendo poco, pero a medida que progreso en la lectura me doy cuenta que disfruto con las historias, me gusta. No los voy a cansar con mis comentarios, porque hay pasajes de la novela que no me permiten permanecer en silencio… y he decidió adelantarles algunos en el blog, para ir haciendo boca hasta que Mary decida publicarla, aquí uno de ellos :
Para Candido Góngora, la facilidad de componer versos le venía de herencia por un tío suyo, famoso en la comarca, dado lo enamoradizo y jaranero que era. A “Tribilín Cantor”, que así le llamaron hasta su muerte, no había fiesta, guateque, zapateo o serenata que se le escapara, fuera invitado o no, en el batey o los alrededores. Acompañado por su “tres”, la guitarra amiga a la espalda y una controversia en la boca, allá iba y de allí salía, dando tumbos -por el aguardiente-, de la mano de una guajira enamorada que perdía la cabeza, y algo más, al escuchar las tonadas de aquel trovador. Una o dos semanas después, las muchachas regresaban a sus casas, por propia voluntad -sin agravios-, concientes de no poder seguir el ritmo bohemio de la vida del artista.
Así vivió hasta que tuvo la mala estrella de conocer a una joven guajirita -pero bastante espabilada-, que se convirtió en la causa de su prematura muerte. Margarita, que así se llamaba, regresó al bohío con el vestido de fiesta estrujado, las greñas revueltas y los ojos bajos. Había desaparecido la noche anterior, aprovechando el descuido paternal y la algarabía del guateque con el que celebraban sus quince años. El padre, al verla, no pensó en que la escapada nocturna fuera consentida por la niña, sino en el honor mancillado por el descarado aquél que la había usado y tirado. Se propuso limpiar el ultraje jurando que, donde viera a Tribilín Cantor, le mataría.
lunes, 17 de junio de 2013
San Xoán en A Coruña, desde los ojos y el corazón de un cubano.
Con prisa me vestí, con un vistazo evalué que todo dentro del piso quedara en orden. Bajé las escaleras de dos en dos. En la calle, el olor a sardina asada delataba la celebración. Me detuve unos segundo en la acera y pensé: a la derecha..., a la izquierda...; por la derecha. No es mi primer día de San Juan en Galicia, pero sí el que me conquistó. Antes miraba las fogatas como el viajero alucinado por las maneras de otros; hoy estoy entregado a las fiestas. Una buena sardina desmembrada con los dedos, un buen mendrugo de pan de tierra gallega, masticar con fuerza, para, después de zamparse el bocado, tomar un largo y profundo trago de Albariño; les juro, es como tocar el cielo… En A Coruña la música suena por todas partes, la gente ríe, canta, baila y el ambiente de la ciudad tiene un efecto purificador.
lunes, 3 de junio de 2013
A la Memoria del Cubano Desconocido
“Yo soy yo y mi circunstancia…” José Ortega y Gasset
Phil Kauffman fue el primero, en el verano del 2004, que al conocer que yo era cubano recordó
inmediatamente a Rafael, su amigo y condiscípulo universitario de los años sesenta y con quien había perdido contacto por un lapso de más de 30 años. A instancias mías nos adentramos en la Internet y
en pocos minutos supimos que Rafael vivía en Tampa y trabajaba en la Universidad. Phil lo sorprendió entonces con una llamada telefónica que borró en un segundo la incomunicación. El propio Rafael me contó que llegó a los Estados Unidos como refugiado político en el proyecto “Peter Pan” dejando a su familia atrás y con el inmenso temor de no volverlos a ver, aunque años después logró la reunificación familiar e inició sus estudios de Ingeniería Eléctrica en la Universidad de Nuevo Méjico, donde conoció a Phil. La vida hizo que estos dos amigos se comunicaran de nuevo desde mi oficina, y la entrañable amistad de antaño abrió sin quererlo el camino para mí, otro cubano que en la rudeza del exilio encontró un nuevo amigo. Phil me contrató entonces como consultante de su compañía, de la cual hoy soy miembro activo.
domingo, 2 de junio de 2013
Ella me sorprende en los lugares más insólitos. Sí, La Guantanamera
Primero fue en un club de Irvine en California, recién llegados al exilio, donde fuimos invitados a bailar por el cumpleaños de Andy, la esposa de mi primo. Habían allí varios salones donde se oían diferentes géneros musicales y algunas parejas bailaban sin mucha intención, como reservándose para un momento mejor; recuerdo que en un instante todo cambio de improviso cuando en una de salas se escucharon los acordes de esa canción que me acecha, y casi todos corrieron en bandada y se dispusieron a bailar como no lo habían hecho en toda la noche. Bailaban salsa, por supuesto, y descubrí en su baile los pasos de un entrenamiento feroz y académico hasta llegar a la ejecución perfecta, y Rosa María me llamó la atención de que algunos aún parecían marcar los pasos como contando, 1 a la derecha y al centro, 2 a la izquierda y al centro, en un remedo de Casino mecanizado y sin la naturalidad propia de quienes lo aprenden sin maestro, sólo sintiendo la música. Pero lo mejor eran los acordes de La Guantanamera, el estribillo, los versos de Martí, la rememoración de mi ciudad natal. Mi primo Faustico me dijo “Esa es la mejor música del mundo” y no pude llorar aunque quise, y ahora que escribo lo hago aprovechando la soledad. Me sorprendí injusto con la canción y con la música cubana, porque siempre he protestado contra aquel proverbio de que “nadie es profeta en su tierra”, y esa canción necesitó ser oída por mí lejos en California antes de que yo la consagrara definitivamente, menuda soberbia. Entonces en vez de bailarla la cantamos a viva voz, destruyendo de un golpe aquel prejuicio de que mucha de la música cubana es para bailar y no para ser escuchada. Allí estaba viva, robándole el público a los demás géneros. Vi vacío el salón del rock y aquello me sobrecogió.
jueves, 30 de mayo de 2013
Mi amigo Juan
Esta entrada es la colaboración de un amigo: Arquímedes Ruiz Columbié.
"...Alone, all alone
Nobody, but nobody
Can make it out here alone..."
Maya Angelou
Nobody, but nobody
Can make it out here alone..."
Maya Angelou
Bomp Bomp Bomp...Juan ha dribleado tres veces el balón hacia el tablero, si lo hace una vez más tengo que correr al aro porque va a usar su gancho... pero si se detiene quizás me pase el balón en mi corte a la botella...Bomp...me voy al aro, tengo que agarrar el rebote...no...dos puntos de Juan, vamos al frente...
Conocí a Juan Martínez Caballero en la Secundaria Básica Regino Boti cuando todos hacíamos noveno grado en aquel concentrado que en un principio rechacé por mi cariño a "la Orejón", mi escuela de séptimo y octavo. Pero "la Regino" me hizo descubrir una parte de Guantánamo que no conocía y mi entrañable ciudad natal se volvió un poquito más grande, aparecieron nuevos amigos de otras extracciones sociales que me enriquecieron con lo que contaban y también con sus sueños. Entre ellos estaba Juan, un negro muy educado, un poco mayor y más alto que yo, que dominaba mejor el balón, y que podía acoplar su voz a la Choly en la guitarra cantando al estilo doo-wop de Los Platters:
sábado, 18 de mayo de 2013
Jinetera con más de 65 años.
foto tomada del blog de gini miguez |
“He elegido este lugar porque nos permite hablar con privacidad”. El hombre que hablaba en perfecto español con un rechinante acento anglosajón, se conducía con soltura y sus movimientos eran pausados y armoniosos. Vestía ropa de algodón amplia, apropiada al calor del Caribe y, de manera ordenada, iba colocando documentos sobre una mesa servida con zumos, dulces, frutas y café. Mientras mostraba cada escrito, protegidos por envoltorios de plástico, a una señora que superaba los 65 años, daba pequeñas explicaciones muy precisas sobre cada uno.
viernes, 26 de abril de 2013
El Lechuguita
-¡Caballero! hoy sí que vengo pertrechao. Me acabo de jamar un plato de Congrí con un filetón de cerdo y mil to’tone… hoy dejaré liquidao a to’er mundo.
Así alardeaba José con su huesuda estampa, ataviado con una inmaculada camiseta extra talla de los Marlins, pantalones cortos parcheados y sandalias “mete deo”. Dedicó su desafío a tres hombres que rodeaban una mesa, donde otros cuatro jugaban una partida de dominó en el parque. Nadie de los que estaba de pie puso mucha atención, tan solo unas miradillas por encima del hombro. Los otros cuatro que jugaban no se inmutaron. A la sazón, José se sentó en uno de los bancos que hacen esquina, se restregó con las manos la barriga, levantando ligeramente la camiseta y estiró los pies, mostrando como sus retorcidos dedos engrampaban las sandalias plásticas. Los jugadores y los espectadores del dominó, después de asimilar la presentación de José, comenzaron una “ponina” (recaudación de donativos voluntarios, generalmente para fines benéfico-espirituosos) dedicada a la compra de una simple botella de “chispa 'e tren”, con la intención que la carga etílica humanizara la tarde dominguera.
domingo, 7 de abril de 2013
La estación de Paris. Paranoia (II)
Un cubano espera la salida del tren en la estación de París. Hace unos días que ha aterrizado en el Aeropuerto de París-Charles de Gaulle… Ha venido en una delegación comercial representando no sé qué empresa cubana (¡asuntos de negocios de la revolución!), pero ha tomado la decisión de “desertar”. Lo tenía pensado desde Cuba. Primero hizo contacto con un “tío” que radica en Miami, que hizo contacto con un amigo que vive en Francia, avisando que llegaría un “sobrino” que necesita apoyo, porque piensa viajar a España. Todo salió como un cronómetro desde que despegó de La Habana. El cubano abandonó el hotel donde se hospedaba la delegación cubana. Con la justificación de dar un paseo por el lobby y tomar una cerveza, se encontró con el amigo del tío de Miami en el bar del hotel, fue fácil; el parisino portaba un incongruente sombrero de yarey (“iluminaba” todo el ambiente como un farol, era la señal que propuso y, en efecto, fue muy práctica). Una mirada rápida, un apretón de manos, un intercambio de nombres y salieron pitando del lugar. Antes, el parisino, dejó el sombrero de yarey sobre uno de los bancos del bar y tomó unos de los paraguas que estaban en un cesto cerca de la entrada. Protegidos de la fina llovizna caminaron juntos hasta el coche, aparcado a unas calles del lugar. Discutieron si pedía el asilo en Francia o era mejor en España. Finalmente acordaron que en España sería mejor. Allí tenía parientes políticos, con disposición para ayudar y conocedores del problema. Sin perder tiempo y, aprovechando que tenía visa para toda la Unión Europea, reservaron un billete en el tren con rumbo a Madrid del día siguiente y un trasbordo en la red española que terminaría en una ciudad vasca. Era muy importante actuar con agilidad y, con previsión, solo cargó con una cartera donde tenía todos sus papeles y documentos, lo único válido que había cargado desde Cuba; el resto eran trapos comprados en la tienda destinada a vestir a las delegaciones que salen de Cuba.
La ocupación de mi Facebook. Paranoia (I)
Encendí el ordenador y esperé con paciencia que Windows estableciera todo su entorno. Varios días fui restableciendo las comunicaciones humanas tradicionales: visitando amigos, quedando con ellos para comer y beber en el centro de Coruña, incluso dejándome una pasta en Riazor para sufrir con la decepcionante campaña que hace este año el Dépor. Estaba muy feliz con mi comportamiento de ciudadano corriente, hasta que hoy, intentando retomar una conducta normal, regresé al ordenador. Volver a revisar mis cuentas de e-mail, subir fotos en mi perfil de Facebook, felicitar a los amigos que cumplen años, leer las miles de imágenes que me llegan, dónde me dicen: “yo no sé tú, pero yo agradezco a… y dale a me gusta si eres un buen cristiano”, “si estás orgulloso de ser cubano, dale a me gusta…”, y una colección infinita de lo mismo. Muchas me resultan ¡tan aburridas!…, pero soportables. Al final vale la pena ese interminable carril de imágenes, tan solo por ver alguna de Ileana Ballester presumiendo de abuela cuando le da de comer a su nieta o enterarme de que mi primo Rafle ha dado un concierto en Buenos Aires. En fin, reviso mi correo electrónico y veo que tengo una notificación de Facebook: “Svetlana te felicita por el nuevo año”. Decido responder al saludo, doy dos golpes de ratón y comienzo a introducir mi password; al finalizar otro golpe al enter, un letrero me deja frio: “Su password no es válido”. Repito la operación, con más cuidado y ¡pum! el mismo letrero. Con mucho cuidado retiro las manos del teclado, me reclino en el asiento y comienzo a pensar: “Puedo ser víctima del ataque de un hacker. Quizás mi cuenta de facebook ha sido invadida y mi privacidad demolida, mi información personal bancaria puede estar siendo utilizada con fines lucrativos. Quizás en estos momentos un hacker esté… espera, puede ser peor, ¡como no lo pensé antes, puede ser el G-2!. Estoy siendo atacado, espiado, pueden estar intentado involucrarme en algún golpe mediático de magnitud incalculable, quizás me conviertan en el hilo conductor de los políticos enfermos de cáncer en Latinoamérica. Hijos de puta. Qué otra cosa puede ser...
martes, 26 de febrero de 2013
Una gallega vuelve, vuelve y vuelve a la Habana. (III)
“Espera, espera… tienes que contar con calma este asunto. ¿Todo el aeropuerto lleno de militares?, y tú..., ¿qué haces?”. Le pregunto a Susi con morbo, esperando una historia de película. “La verdad que me preocupó, sí, pero solo fueron unos instantes, también tengo que decir que no había alteración, solo estaban allí, uniformados, con sus fusiles, pero todos muy quietos. Los trámites con la aduana, la preocupación por las maletas absorbieron mi atención y lo más significativo y de hecho lo que me tranquilizó… la gente se comportaba de forma normal, sin atisbo de nerviosismo. No te niego que ver los militares nada más llegar fue una fuerte impresión. Pero así como te cuento esto, también te puedo decir que para cuando hice el segundo viaje, me daba lo mismo que hubieran cien, mil militares… que todo estuviera lleno de tanques. Y ahora que vuelvo sobre esta historia es que tomo conciencia de que esa segunda vez me sentía que regresaba a casa. Estar en la Habana me daba seguridad, la preocupación la dejo para los que no la conocen; yo estaba de regreso a casa.”
Una gallega vuelve, vuelve y vuelve a la Habana. (I)
Una gallega vuelve, vuelve y vuelve a la Habana. (II)
Con esa frase final dejó zanjado el asunto, pero para mí esto no tiene una explicación digerible. Se me escapa algo que no logro asimilar. No me imagino a nadie que va por primera vez a un país, que señala no tener mucha información, que solo lo hace para cambiar de aire pero cuando llega al aeropuerto está lleno de militares y dice que tan solo tuvo preocupación al principio… ¡la Habana ha poseído a Susi!, no cabe dudas.
“Espera un momento y perdona que me detenga en esta parte. Después que pasó aquel momento no tuviste curiosidad, no preguntaste después…?”. Le dije, interesado en poder desentrañar este punto. “No. cuando pasó el momento del aeropuerto fue como si todo aquello quedara atrás, no supe el porqué de los militares, no lo indagué, y la verdad es que como no volví a ver nada que fuera parecido en la ciudad, olvidé completamente aquel incidente. Imagino que ahí quedó todo, lo cuento ahora porque de veras me hace gracia… y es verdad que yo misma me asombro que resulte como una simple anécdota, cuando para cualquier otro pueda tener mucha importancia.”
“Una vez más en la Habana me sentía otra vez rebosante. La Habana, como los Van Van, sigue ahí. Ni siquiera sentí que estuve fuera de ella. Fue llegar y lo primero que pensamos fue en irnos de fiesta, a bailar….”. “¡BAILAR!, espera”. Le digo cada vez más sorprendido. Susi no deja de asombrarme, “lo que más querías es irte a bailar, ¿a bailar qué?, Le pregunté un poco descolocado. “A bailar salsa... quería volver al cabaret del hotel Florida!”. “Tú perdona pero eso me lo tienes que explicar. ¿Sabes cómo le decimos nosotros en Cuba a los que no pueden coger el ritmo para bailar o que lo hacen mal?: eres un gallego. Y ahora tú me dices que una gallega llega a la Habana y lo que más desea es ¡ir a bailar casino!”. “Sí, salsa, ¿cómo es que tú dices, casino?”. “Sí, casino, se llama baile casino”. “Pues eso mismo, a bailar casino….”.
“La primera vez que estuve en la Habana visité el cabaret del hotel Florida. Mientras estaba sentada en una mesa con amigos, miraba encantada a la gente que bailaba en la pista. Entonces vino un chico y me pidió bailar. Yo tenía ganas de bailar, posiblemente se me notaba; pues nada, me dije, que puede suceder. Tengo ritmo, soy gallega, me va la fiesta, y acepté. Claro, fueron unos segundos iniciales de nervios para seguir el paso del baile. El chico lo hizo estupendo, con naturalidad comenzó a guiarme. Me sentí cómoda, No digo que lo hice perfecto, pero considero que quedé muy bien… Lo importante es que supe que podía y desde ese mismo instante no sentí miedo a bailar salsa. Esa noche bailé y bailé.”
“Después en A Coruña asistí a clases de baile con Andrés, el del Cubanito, mejoré mogollón y en mi segundo viaje a la Habana en lo que más pensaba era en bailar; quería soltarme, como dicen los cubanos….” En este punto puedo decir que la historia de Susi me parecía fascinante, una gallega bailando casino y que sentía que bailar la liberaba, no lo podía creer. Como lo contaba no parecía simple curiosidad europea por un baile del Caribe, el brillo de sus ojos tenían una carga ancestral. Sé que a los cubanos se nos asocia con el baile, decir que eres cubano y suponer que eres buen bailador de salsa parece una equivalencia incuestionable. Pero esa manera de bailar, que se conoce como Salsa, nosotros la llamamos Casino y, es un producto muy habanero, que se extendió por el país con más o menos arraigo entre el resto de las regiones. Se podrán encontrar vestigios de esa manera de bailar en el Danzón (el baile nacional cubano), el guaguancó (otro tipo de danza cubana) y otras muchas referencias no precisamente originarias de la Habana, pero el Casino es un baile ciento por ciento habanero y emociona ver a Susi, una coruñesa-habanera que encontró en el baile Casino su manera de expresar su condición de “Capitalina”.
“Otra cosa que echaba de menos”, me dice finalizando su silencio y encandilándome con ese brillo de sus ojos: “Pasear por el Malecón… Primero me hizo mucha gracia ver las parejas que se morreaban sin complejos, pescadores que desde el muro tiraban sus cordeles y que prácticamente compartían espacio con enamorados o con los que simplemente estaban disfrutando del momentazo de estar sentados en el muro. Desde el mismo primer día que visité el Malecón de la Habana me atrapó, fue amor a primera vista. Encontrar una justificación para visitarlo siempre resultó fácil”. Esto lo creo totalmente. Siempre recuerdo que mis amigos en Santiago de Cuba se reían cuando les decía que si hay algo que deseo y con lo que me conformaría, era con un metro cuadrado en el Malecón. “En el segundo viaje que hice a la Habana, escucha esto: estaba de paseo con unos amigos por el Malecón cuando dos policías nos detuvieron. No puedo decir que lo hicieran con chulería, hasta puedo decir que lo hicieron con educación, pero uno de ellos les pidió la documentación a los chicos que nos acompañaban y comenzó a exigirles explicaciones, de manera irónica, con frases cargadas claramente de amenazas. Sin más los trató de jineteros. Me les encaré a los polis, pregunté qué es lo que querían, estaba muy cabreada, cabreada de verdad. Debí de estar tan alterada que mis amigos me pidieron de favor que no interviniera, que mantuviera silencio. Ellos explicaron que éramos amigos, esa era la verdad, que simplemente decidimos dar un paseo por el Malecón. Todo se calmó, los policías entregaron los documentos a los rapaces y continuaron su camino. Yo sabía que estas cosas sucedían constantemente en la Habana, que los policías paran a cualquiera en la calle si ven que acompañan a un turista. Hoy me hace gracia, porque no reaccioné como una turista al uso, que se divierte y lo que menos quiere es problemas. Aquello me molestó, consideré invadida mi intimidad, no soporté su atrevimiento”.
Susi se ha trasformado en una cubana, pasear por el malecón de su Habana es su derecho. Aquellos dos tipos son unos pesados, lo único que querían era fastidiar.
Una gallega vuelve, vuelve y vuelve a la Habana. (I)
Una gallega vuelve, vuelve y vuelve a la Habana. (II)
viernes, 18 de enero de 2013
Con la comida no se juega.
Desde el piso de arriba llegó un estruendo tremendo, seguido de pisadas en tropel por las escaleras. Me asusté, dejé de escribir y salí lo más rápido posible de la sala de máquinas (salón donde estaba instalado un ordenador tipo EC-1022). Cuando llegué a las escaleras, las chicas del departamento de perforación, entre risas y comentarios de asombro, pasaron cerca sin detenerse. Detrás y más pausado venía Dagneris, el operador, con una sonrisa de oreja a oreja.
“¿Qué ha pasado?. Le pregunté.
“Fidelito está matando a Mongo…”. Respondió, mientras caminaba en dirección a la sala de máquinas.
viernes, 11 de enero de 2013
No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande.
Entré a toda carrera en casa. En el portal mi papá me anunció que había traído la prensa. Abrí El Mundo (periódico Cubano extinto) con ansiedad y busqué entre las páginas centrales la sección de deportes; descubrí el pequeño recuadro donde estaba la tabla de resultados de los equipos. El Boston estaba en quinta posición. La noticia me mantuvo una vez más sumido en una interminable reflexión sobre mi inexplicable afición a este club de Grandes Ligas. Era el final de los 60 y yo un adolescente, pero ya era un forofo de los Red Sox. Quizás porque desde muy pequeño escuché con atención las historias que mi papá contaba del legendario Ted Williams: que si era capaz de ver cuando el bate golpeaba la bola; que no corría para capturar un fly y declaraba después antes los periodistas: “me pagan para batear, no para fildear…”; que si renunció a jugar y se fue de pesca cuando se enteró de que el salario del Yankee Clipper (Joe Dimaggio) era superior a los 100 mil dólares y no quiso jugar hasta que se lo igualasen, ya que, según él “era el mejor jugador de las Grandes Ligas”.
La gran pregunta es: de dónde o cuándo surge la afición por un club que no está asociado a la ciudad o la región donde nacemos. Me contó Cris que su padre es un fanático del Atlético de Madrid. Yo he visto a Cris levantarse de la mesa que compartimos con otras personas en un bar para mirar el televisor y conocer el resultado del partido donde participó el Atleti, con el propósito de comentarlo con su padre. Pero su madre tiene origen germánico, nunca se había interesado por el fútbol y Cris me comentó que un día la sorprendió en una de sus vistas a casa, cuando le preguntó: “¿cómo le va a mi Recreativo de Huelva...?”. Era evidente que ella no seguía la Liga, pero mostraba un interés particular por “su Recreativo”. ¿De dónde le viene su afición?. Lo más probable es que siempre sea una incógnita. Quizás Cris o el padre crean poder responder la pregunta, pero si preguntamos directamente a su madre, con mucha probabilidad, no lo sepa a ciencia cierta… Es posible que todo haya surgido en alguna ocasional rivalidad familiar en un partido del Atleti y el Recreativo, pero la verdad… la verdad, yo creo que en estos casos nunca se logra dilucidar.
En un programa deportivo algunos contertulios hicieron víctima de sus burlas a uno de ellos, Pipi Estrada. A este se le ocurrió decir que simpatizaba con un club por los colores, que eran los mismos que los de su ciudad. Simplemente por los colores… y las risas parecían interminables. Yo vi el programa y entendí lo que quiso decir. Yo también siento afición por El Milán, los Rossoneri. Y es que los colores del club de béisbol de mi ciudad son el Rojo y Negro, como los del Milán. A todo esto, recuerdo que una vez comenté mi “incompresible” gusto a un galego amigo de Vigo y se quedó pensando para luego decirme: “creo que tienes algo de razón, porque muchas veces yo me he identificado con Uruguay. Usa los mismo colores que el Celta de Vigo”. Pensar en esto me hace reflexionar que todavía me quedan muchos ejemplos que pueden ilustrar el fenómeno “amor a los colores de la camiseta”. Una vez estuve intentando con un argentino comenzar algunos negocios y un día que visitamos a unos posibles inversores, al entrar en el edificio donde se produciría la reunión de negocios, me dijo: “Oh! Todo saldrá bien, el vestíbulo está pintado con los colores del Boca Junior, el club de mis amores”.
Cuando busqué en aquel periódico los resultados de béisbol, recuerdo con claridad que mi intención era saber la posición de los Boston Red Sox. Y estoy seguro de que mi preferencia no coincidía con la de mi papá. No recuerdo que el viejo fuera fanático de los Red. Hablaba más de los New York Yankees y del cácher Yogi Berra, de Lou Gehrig (Caballo de Hierro), la primera base de aquellos Yankees míticos, donde compartía turno al bate con Babe Ruth (el gran bambino). Años después descubrí que muchos amigos eran fanáticos de los Yankees. Quizás son las victorias de un club las que inclinan nuestro gusto. Soy fanático del Real Madrid y mi novia, la que puedo clasificar como “anti-futbolera”, ha pegado en la nevera un recorte de periódico donde se narra la humillante derrota propinada al Madrid por el AD Alcorcón, un equipo de segunda B, en una eliminatoria de la Copa del Rey. Además de la delicadeza de recordármelo constantemente en la nevera, no pierde oportunidad de restregarme esta gesta conocida como “el Alcorconazo”…
Una tarde, sobre un camión sin techo en un viaje desde Santiago de Cuba a la playa de Siboney, encontré a un amigo que se acercó y con actitud del que quiere ser muy discreto, mirando a ambos lados, me preguntó en el oído: “Te enteraste, los Marlins de la Florida se han coronado campeones del Mundo…”. “Claro hombre, ayer estuve escuchando toda la crónica por radio Martí”, respondí sin pensar y posiblemente muy alto. Mi amigo abrió los ojos y, como yo, miró en todas direcciones con giros rápidos de cabeza. En mi alegría, había cometido un grave delito contra la seguridad del estado en Cuba: “propaganda enemiga”. El camión estaba a reventar, íbamos como sardinas. Las personas más cercanas nos observaban con esa mirada ida, característica del que viaja en un transporte público. Aunque nadie dijo nada, sentí la presión del que se siente vigilado. Después de mi desliz, nos mantuvimos unos minutos en silencio, pero no podíamos contenernos y retomamos la conversación. Era evidente que disfrutábamos la victoria de los Marlins como si fuera nuestra. Lo asombroso fue que, sin darnos cuenta, se generaron otras conversaciones sobre el tema a nuestro alrededor. Todo el mundo estaba enterado del acontecimiento. Se vertían opiniones diversas, pero la mayor parte eran elogios al lanzador cubano Liván Hernández. Mi amigo aportó información todavía más suculenta: lo que había ganado en dinero contante y sonante y los regalos que le habían hecho. También repitió varias veces una frase del discurso de Liván cuando celebraba la victoria: “Miami, I love you”, que era lo único que sabía decir en inglés, según mi amigo. Hay algo de misterioso en las reacciones que provoca una victoria deportiva. Cómo un santiaguero puede sentir tanta alegría por los éxitos de un pícher que es oriundo de la Habana, que participa en un equipo que prácticamente en aquellos momentos no tenía historia en las Grandes Ligas y que pertenece a una ciudad muy alejada de la geografía santiaguera… Es tan sólo porque había cubanos involucrados en la victoria. Parece que va a ser eso.
El Boston Rex Sox había ganado por última vez en 1918 y, desde entonces, lo atenazaba la mala suerte, que ya duraba 86 años. Dice la leyenda que el maleficio comenzó cuando vendieron a Babe Ruth a los Yankees. En los años 60, cuando nació mi afición por el Boston, no tenía idea de aquella historia y mucho menos imaginé que sería tan cruel. Tuve mis crisis de fe, no lo niego, especialmente cuando vi ganar más de una vez las series mundiales a los Toronto Blue Jays, un club canadiense fundado en 1977. Algo desconocido me mantenía fiel al Boston Red Sox.
En el otoño de 2004 estaba trabajando en Astana, capital de Kazakstán. La compañía para la que trabajaba arrendó un piso inmenso en uno de los nuevos barrios de la ciudad. El salón principal, además de tener un enorme sofá, tenía también un televisor descomunal, con un paquete de canales deportivos de todo el mundo. El mismo primer día de haberme instalado y después de llegar del trabajo, acomodado en el sofá comencé un zapping hasta que descubrí que uno de los canales deportivos trasmitía noticias de la Serie Mundial de Béisbol, que coincidía con su centenario y, lo más importante, uno de los equipos involucrados eran los Boston Red Sox. ¡Increíble!, mientras pasaban las imágenes destacadas del primer juego -que, por cierto, habían ganado los Red-, anunciaron que esa noche desde el Fenway Park se trasmitiría el segundo juego. ¡No lo podía creer!. Calculé las horas que quedaban para ver el juego. Hay mucho más de 10 horas de diferencia con Boston y en Astana eran las siete de la noche. Sobraba tiempo. Me fui a la calle por cerveza, pero antes estuve recorriendo las calles aproximadamente una hora sin rumbo. Imaginaba que discutía de pelota con Chacha y Macuto, uno en Texas, casi igual de lejos que Boston, y el otro seguramente mucho más lejos que el primero... Lo más seguro es que Chacha haría algún chiste sarcástico, conociendo su afición por los Yankees. No conocía a nadie en aquel lugar. Me paré en una esquina protegido con un abrigo de piel, las manos enguantadas en los bolsillos, un gorro de lana hasta las orejas, la bufanda enrollada en todo el cuello hasta la nariz y, nunca como esa vez, reparé que soy un vagabundo empedernido.
Prácticamente lo único que me enlaza con mi cultura original es el béisbol. De regreso a casa encendí el televisor sin volumen y a ratos miraba para ver lo mismo de siempre: una colección interminable de imágenes que, de momento, se hacían reconocibles de tanto haberlas visto: como un coche o algún perfume que anunciaban “infalible” para conquistar una rubia despampanante. En la madrugada (casi al amanecer) comenzó el partido y entonces solo tuve tiempo para la cerveza (desde el amanecer). El partido terminó y ganaron los Red. Tomé una ducha y me fui al trabajo pensando que no reconocía un solo jugador del Boston. Semidormido pasé el día, sin muchos aciertos, más preocupado por el tercer partido donde los Red serían visitantes. Estaba viviendo algo increíble. Astana no me hacía caso, pero me importaba un carajo… yo iba a mi bola.
Prácticamente lo único que me enlaza con mi cultura original es el béisbol. De regreso a casa encendí el televisor sin volumen y a ratos miraba para ver lo mismo de siempre: una colección interminable de imágenes que, de momento, se hacían reconocibles de tanto haberlas visto: como un coche o algún perfume que anunciaban “infalible” para conquistar una rubia despampanante. En la madrugada (casi al amanecer) comenzó el partido y entonces solo tuve tiempo para la cerveza (desde el amanecer). El partido terminó y ganaron los Red. Tomé una ducha y me fui al trabajo pensando que no reconocía un solo jugador del Boston. Semidormido pasé el día, sin muchos aciertos, más preocupado por el tercer partido donde los Red serían visitantes. Estaba viviendo algo increíble. Astana no me hacía caso, pero me importaba un carajo… yo iba a mi bola.
El siguiente juego me lo perdí, no pude despertar en la madrugada y, para colmo, se me hizo tarde para ir al trabajo. De manera que, cabreado conmigo mismo, apenas llegué a la oficina encendí el ordenador para buscar información en internet… Menos mal, los Red Sox habían vuelto a ganar. Parecía que la cosa iba bien, con tres victorias seguidas sería difícil que esta vez el anillo se escapara. Aunque por dentro sentía ese malestar que con los años se había instalado en El Mundo Red Sox. Todo el día estuve huraño, no quería saber de nada, rechacé invitaciones de comida y no quería que me hablaran. Solo pensaba en los Red. Me sentaba en el ordenador y, como nunca, mi creatividad estaba desatada. Mis costumbres habían pasado a ser nocturnas y de alguna manera me alegré de estar solo en aquel piso. La verdad es que hubiera querido compartir mi alegría con otros amigos, pero el béisbol en aquellas regiones era simplemente una anécdota. Intenté comentar con algunos conocidos, pero todos me miraban con asombro y, cuando les decía que veía los juegos en la madrugada, hasta noté que me observaban como si estuviera trastornado.
Para el cuarto juego me preparé concienzudamente. Salí más temprano que nunca del trabajo y compré una buena cantidad de salchichas que yo mismo me dediqué a asar. Pensé en las palomitas, que es lo tradicional. A la mierda con las palomitas, lo mejor para esta ocasión eran salchichas asadas rebosadas de queso fundido y papas fritas tipo chips. Ah, y cerveza, mucha cerveza, cualquier cantidad…
Los otoños en Astana son fríos de carajo, el viento recorre la estepa como una navaja. La calefacción en el piso mantenía una temperatura de 25 grados, pero fuera del confort la noche era especialmente gélida.
Cuando comenzó el cuarto juego hacía rato que yo había comenzado la fiesta. Sabía que podía ser un día histórico, me sentía eufórico y estuve dos veces tentado de llamar a mi casa -a miles de kilómetros-, y contarle a mi viejo que estaba mirando ahora mismo como los Red Sox se coronaban campeones después de 86 años de espera. No hice la llamada, quería ser prudente atendiendo a la historia de los Red. Pero todavía me arrepiento. A mi papá le hubiera importado poco la victoria de los Red, le habría hecho más feliz saber que yo disfrutaba del Béisbol de las Grandes Ligas y hubiera sido el tema para la mañana siguiente, en su encuentro con otros viejos del parque. Todavía sigo arrepintiéndome de no haber hecho la llamada. Aunque los Red Sox se adelantaron en el marcador desde el principio, el juego se mantenía tenso. Los Red habían marcado y St. Luis no, pero estos también habían controlado a los bateadores del Boston y la concatenación de ceros en el marcador hacía que la victoria final fuera insegura. El salón se había llenado del humo de mis cigarrillos, perdí la cuenta de la cerveza que me había tomado y prácticamente ya no quedaban perros calientes. Me quité la camisa, sudaba, y una sensación de intranquilidad no me dejaba ver el juego reposadamente.
Cuando comenzó el cuarto juego hacía rato que yo había comenzado la fiesta. Sabía que podía ser un día histórico, me sentía eufórico y estuve dos veces tentado de llamar a mi casa -a miles de kilómetros-, y contarle a mi viejo que estaba mirando ahora mismo como los Red Sox se coronaban campeones después de 86 años de espera. No hice la llamada, quería ser prudente atendiendo a la historia de los Red. Pero todavía me arrepiento. A mi papá le hubiera importado poco la victoria de los Red, le habría hecho más feliz saber que yo disfrutaba del Béisbol de las Grandes Ligas y hubiera sido el tema para la mañana siguiente, en su encuentro con otros viejos del parque. Todavía sigo arrepintiéndome de no haber hecho la llamada. Aunque los Red Sox se adelantaron en el marcador desde el principio, el juego se mantenía tenso. Los Red habían marcado y St. Luis no, pero estos también habían controlado a los bateadores del Boston y la concatenación de ceros en el marcador hacía que la victoria final fuera insegura. El salón se había llenado del humo de mis cigarrillos, perdí la cuenta de la cerveza que me había tomado y prácticamente ya no quedaban perros calientes. Me quité la camisa, sudaba, y una sensación de intranquilidad no me dejaba ver el juego reposadamente.
Noveno innings, última oportunidad para St. Luis. Yo de pie, no dejaba de dar paseítos sin quitar la mirada de la pantalla del televisor… 86 años esperando esta victoria y la posibilidad de ver con mis ojos lo que varias generaciones de fanáticos del Boston Red Sox habían esperado. El cerrador Keith Foulke, impecable, eliminó a los dos primeros. Entonces Edgar Rentería en un lance inofensivo, un roletazo al montículo, concedió el último out. Entonces sentí lo indescriptible, levanté los brazos y grité con fuerzas: Red Sox, Red Sox…!! Le di volumen al televisor, los narradores gritaban, el sonido ambiente del estadio retumbaba en el piso como colofón a tanta espera. Fui hasta las ventanas, las abrí de par en par y un viento helado liberador penetró. No sé por qué carajo otra vez volví a gritar con todas mis fuerzas como un perturbado a la ciudad de Astana, que vivía ajena al acontecimiento mundial: Red Sox… Red Sox… Red Sox…!! Cerré las ventanas, apagué el televisor, apuré una cerveza más mientras caminaba de un lado a otro dentro del piso, al fin me tiré en la cama boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos ocupando todo el espacio posible. Sencillamente en la gloría… La victoria, sí.
Pero incluso sin victoria, No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande.
martes, 25 de diciembre de 2012
Boda Cubano-Kazaja.
Estaba sentado a la manera asiática, directamente sobre un piso alfombrado, frente a una interminable mesa de tan solo unos 60 centímetros de alto, rebosada de comida y bebida, de todo cuanto es posible engullirse. El “animador”, a un lado de los novios, presentaba uno por uno a todos los invitados. Repetía como poesía los títulos, méritos y todo cuanto pudiera ser de interés, para demostrar la importancia de la persona. A cada presentación, en referencia a los novios y la boda, era inevitable vaciar la copa de una vez. De no hacerlo, todos te podían reprochar tu falta de “respeto”. Se repetían las expresiones de halago a la inteligencia, riqueza y belleza de los novios y su familia, y los deseos de que la felicidad les acompañara por siempre. Ningún “soez beru” (1) impedía que introdujéramos nuestros cubiertos y manos en aquel sin fin de ensaladas y carnes, donde constantemente, de las manos de chicas jóvenes, nuevos y suculentos platos sustituían los ya terminados; ayudaban ágiles y atentas al tiempo que suministraban vodka, vino o coñac en un permanente ir y venir y en proporciones imposibles de beber, e intervenían si se te hacía difícil llegar hasta aquella posta inmensa de carne, algo distante pero tan apetecible que resultaba difícil no ir a por ella.
Póker a la cubana.
“Bombiiiiillo, Pelaíííííto… María Juuuuulia”.
Grita a una mujer desde un balcón, mientras se abanica rítmicamente tratando de reducir la fatiga que produce el calor del medio día en Santiago de Cuba. Además de abanicarse, se bebe un gran baso de limonada. Y es que en esta región la humedad relativa crea una sensación térmica superior a los 40 grados.
Durante meses la mujer llama a sus hijos. Se dice, que Bombillo está en la cárcel, pero nadie sabe cuales fueron los delitos imputados. El otro, Pelaíto, supuestamente murió en una reyerta nocturna. Y la tercera, María Julia, desapareció en un intento de salida ilegal del país. Pero todo esto es tan solo chismorreo, como cuando se dice que el primero está trabajando en una firma turística, en algún perdido cayo del archipiélago al norte de la isla, o que el segundo cumple una “misión internacionalista” como espía, infiltrado en las filas del “enemigo”; o también que la hija, todos los días coloca el sillón para que la señora, consumida por la artritis, pueda tomar el sol en el balcón; con la desdicha de que la madre, presa de su delirio, no la reconoce y la da por perdida.
Un cubano en una comida de negocios.
Varios hombres con portafolios entran en una empresa constructora en el centro de Moscú. Otros, también con portafolios, los reciben. Las presentaciones se hacen sin formalismos, abundan los estrechones de manos, comentarios complacientes acerca de sus negocios y, finalmente, después de barajar algunas opciones, acuerdan hacer la reunión en el restaurante bufé cercano. El restaurante, regenteado por los turcos, dispone de una formidable cocina internacional, con enorme salón completamente inundado de luz y grandes ventanales de cristal, que permiten ver las calles de Moscú y descubrir como la ciudad mantiene una carrera constructiva de manera desenfrenada.
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