Santiago de Cuba, mes de Mayo, 31 grados a la sombre y 83 por ciento de humedad relativa. Suena con fuerza el timbre salvador que marca el fin de la clase. Todos los pasillos del instituto Quiqui Bosch se abarrotan en unos segundos de estudiantes, desatándose la algarabía que siempre acompañó el momento del “recreo”. Fidelito, después de sortear varias aglomeraciones de condiscípulos, atraviesa a toda velocidad la puerta principal del edificio. Sin detenerse, continúa por el parque que rodea toda la fachada y atraviesa la avenida Garzón hasta llegar a La Sierrita, una pequeña cafetería que solo tiene un mostrador que da a la misma acera. Una dependienta se mueve con agilidad entre la exprimidora de limones, cubitos de hielo y el azúcar, acuciada por una larga e impaciente fila que avanza con lentitud, preparando una limonada tras otras. Sin aliento, Fidelito se dirige directamente a ella pidiendo un vaso de agua.
Las personas que están cercanas a recibir su limonada le dirigen una mirada con claros signos de desaprobación, comentando entre ellos lo molesto que resultan estas interrupciones en una cola que no avanza suficientemente rápido. Sin dirigirle la mirada, la dependienta llena un vaso con agua y lo pone sobre el mostrador. Fidelito le pide los restos de los limones exprimidos… y trata de explicar que el agua con limón quita mejor la sed. Los comentarios de la fila aumentan de tono increpando directamente a la dependienta. Esta, sin muestras de contrariedad, gira con agilidad su cuerpo rechoncho, agrupa entre sus manos los restos de limones que están cerca de la exprimidora y los deposita sobre el mostrador sin mucho cuidado. Fidelito tiene que andarse rápido para que no se escapen por los bordes del mostrador. Ella lo mira con complicidad y, con una voz aflautada, le interroga: “¿conforme?”; sin esperar respuesta continúa su rítmica tarea: agua, trozos de hielo, azúcar, zumo de limón y un “golpe” de batidora a la mezcla. Sin perder el ritmo coloca varios vasos sobre el mostrador, los rebosa con limonada mientras aclara a viva voz: “por favor, el dinero justo… no hay tiempo para vuelto…”. Mientras, Fidelito elige con detenimiento cada resto de limón exprimido y lo aprieta con todas sus fuerzas, extrayendo las últimas gotas de zumo. En un momento detiene su maniobra y, como “niño bueno”, comunica un deseo: “por favor… puedes darme una cucharadita de azúcar…”. Al instante se escuchan exclamaciones de inconformidad en la cola. La dependienta vuelve a girarse con un movimiento propio de una bailarina de salsa, agarra el pote del azúcar y lo coloca en el mostrador golpeando con fuerza: “¿necesitas que te remueva la limonada….?”. “Nooo”, le dice Fidel, “yo puedo, pero necesito una cuchara de esas pequeñitas, de las de postre”, terminando con la paciencia de la cola, que le recrimina con todos los epítetos posibles que se pueden recoger de la sabiduría popular.
No hay que apresurarse en consideraciones impropias sobre el talante de Fidelito. El nunca detuvo el curso normal de la cola, no se coló. Simplemente pidió un vaso de agua, reutilizó algunos limones y sí, solicitó de favor una cucharadita de azúcar. Pero es lo que tienen los días calurosos de Santiago de Cuba; despiertan la imaginación y la irritabilidad de las personas.
Pero no ha sido la única, ni la última vez que Fidelito se ha enfrentado a una fila o cola, como quieran llamarla, dejando su impronta.
Santiago de Cuba, hora del almuerzo en el Hospital Provincial. Fidelito es un ingeniero en comunicaciones y trabaja en una brigada de montaje para equipos electro-médicos. Como es costumbre en la ciudad, el calor sigue siendo sofocante, pero ese día, por esas cosas que tiene la vida, han sorprendido a los trabajadores con una buena noticia y, por una razón todavía desconocida, se ha anunciado la venta de helados. Fidelito, amante del helado, se dirige hasta el comedor, llega al mostrador y pregunta a la dependienta si le puede vender una “pinta”. Ella le responde que no puede venderla en su envase, que tiene órdenes de vender el helado boleado y agrega que debe traer un envase. Fidel va rápidamente al último de la fila. Al siguiente que llega pidiendo el último le explica que volverá en un momento y sale disparado por un envase.
Unos minutos más tarde Fidelito está en aquella interminable fila en el comedor del hospital, que a paso lento transcurre mientras los agobia el calor procedente de la cocina. Ya frente al mostrador muestra un jarro descomunal y le pide que le dé 60 bolas. La mujer lo mira con ojos desorbitados y le vuelve a explicar que no puede vender una pinta de helado y 60 bolas son una pinta. Pero Fidelito no se inmuta y le explica que sí, que el entendió, que entonces le despache 59 bolas o 61, como ella quiera. La mujer duda unos instante, mira a un lado y al otro como buscando ayuda. Entonces desde la cola alguien le dice: “sí chica, véndesela…” y algunos más apoyan la idea. La dependienta todavía duda, pero reacciona y por fin se decide a bolear el helado en el jarro de Fidelito. Cuando todavía está humedeciendo la boleadora en un depósito con agua para comenzar su herculina labor, Fidelito le dice: “no te preocupes, yo llevo la cuenta”. La mujer se detiene, lo mira con cara de pocos amigos y le replica: “tú haz lo que quieras…”. No tardó mucho en darse cuenta de que aquello había sido un error. Ha vertido de forma continua más de 20 pelotas de helado congelado, ha hundido por enésima vez la boleadora en el agua y todavía solo ha cubierto una pequeña porción del descomunal jarro. Se toma un pequeño descanso, retrocede del mostrador unos centímetros, estira su cuerpo mientras levanta la cabeza y respira profundamente. Deja caer la mano con la boleadora mientras la sacude buscando relajación. Se mantiene unos segundos con los ojos cerrados y cuando los abre dirige la mirada al frente, entonces se encuentra con el rostro impasible de Fidelito que la mira con su semblante de “niño bueno”. La mujer le clava una mirada asesina y vuelve a sumergirse en su tarea. Hunde la boleadora en el helado congelado, vierte la bola en el jarro de Fidelito, lleva la boleadora hasta el depósito de agua y así, una y otra vez… solo desea terminar lo más rápido posible con aquello. La cola ya está hastiada con la ocurrencia de Fidelito y comienza a expresarse en forma despectiva del calor, de la espera, de las ganas de tomar al menos una bola de helado, y Fidelito sigue ahí: tranquilo, paciente, sonriente. Mientras más rápido la mujer bolea, más rápido se le cansa el brazo y más cortos son los intervalos entre descansos y más las protestas de la cola, que se ha detenido de manera drástica.
Cinco minutos después, muchos se han agrupado en el mostrador por curiosidad o porque la ansiedad no les permite esperar con paciencia en la fila. La mujer boleaba cada vez con más obstinación y su cara destilaba odio. Fidelito, por compasión o porque quería comprobar si su cuenta corresponde con la de la mujer, la interroga: “¿falta mucho?”. La mujer no contestó, boleó dos más y con voz grave tipo “garganta profunda”, le espetó: “esta es la última”, golpeando con la boleadora dos veces el jarro. Entonces se escuchó un “por fin…” a coro en toda la cola.
Sentado en uno de los bancos del parque que rodea al hospital y cuando ha terminado con la mitad de su enorme jarro, Fidelito se quedó observando como Mariano, el jefe general de mantenimiento del hospital, se le acercaba farfullando palabras entre sonrisas. Mariano se detuvo frente a él y soltando una carcajada le dijo: “Fide, te la comiste… todavía la gente se está acordando de tu madre”. Fidelito abrió los ojos con su cara amplia y, con toda la ingenuidad que particularmente le asiste en sucesos como este, dijo: “dijeron que podía comprar cualquier cantidad, menos un pinta, y eso fue lo que hice…”.
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