viernes, 26 de abril de 2013

El Lechuguita



-¡Caballero! hoy sí que vengo pertrechao. Me acabo de jamar un plato de Congrí con un filetón de cerdo y mil to’tone… hoy dejaré liquidao a to’er mundo.

Así alardeaba José con su huesuda estampa, ataviado con una inmaculada camiseta extra talla de los Marlins, pantalones cortos parcheados y sandalias “mete deo”. Dedicó su desafío a tres hombres que rodeaban una mesa, donde otros cuatro jugaban una partida de dominó en el parque. Nadie de los que estaba de pie puso mucha atención, tan solo unas miradillas por encima del hombro. Los otros cuatro que jugaban no se inmutaron. A la sazón, José se sentó en uno de los bancos que hacen esquina, se restregó con las manos la barriga, levantando ligeramente la camiseta y estiró los pies, mostrando como sus retorcidos dedos engrampaban las sandalias plásticas. Los jugadores y los espectadores del dominó, después de asimilar la presentación de José, comenzaron una “ponina” (recaudación de donativos voluntarios, generalmente para fines benéfico-espirituosos) dedicada a la compra de una simple botella de “chispa 'e tren”, con la intención que la carga etílica humanizara la tarde dominguera.


Algunos años antes de aquella tarde, José formó parte de una compañía que abordó un barco mercante con rumbo a la guerra. Hacía pocos meses que había jurado dar su sangre. Muchas cosas estaban claras para él: luchar contra la opresión y la explotación, detener la codicia insaciable del capital. Poco después, José descubrió que estar sobre un camión, apretujao con otros como él, formando parte de una caravana que se traslada durante días, semanas, por tierras desconocidas, donde sus pobladores lo miraban con recelo, complicidad y también con oportunismo, no era tan emocionante como se había imaginado y advirtió como todo el entusiasmo que sintió por la “misión”, se había esfumado desde la primera noche que estuvo atrincherado.

-Bueno que… hoy estás pertrechao, pues venga, date un vuelta y regresa con municiones.

José largó la mano sin mirar, apretó el dinero de la colecta entre sus dedos y rebuscó con los dedos de los pies las chancletas. Todos observaron por un minuto como caminó con dificultad hasta la casa de Pancho (apodada la casa de “primeros auxilios”), que, recostado en la ventada, sin camisa y con sus barbas de varios días, lo esperaba con cara de circunstancia. El juego continuo con las continuas peticiones de silencio y la manida frase: “el dominó lo inventó un mudo”.

La caravana se detiene y todos sobre el camión se cruzan miradas. El teniente golpea con el codo al radista; este se coloca los auriculares y se mantiene atento frente el aparato. No se han sentido disparos, pero no es la primera vez que la caravana se ha detenido ante alguna curva que la vegetación oculta la continuidad del camino, vaticinando una emboscada. José mantiene su mirada en el piso del camión, mientras no pone atención al pedido de algunos compañeros que le dicen que vuelva a poner el seguro al arma, hasta las órdenes de fuego. Suena el equipo de radio y el teniente toma el teléfono y responde dando la identificación de la unidad. Escucha atentamente y, cuando entrega el aparato, ordena tomar posiciones de combate. El movimiento dentro del camión se hace caótico, pero en pocos segundos todo el meneo termina y el chasquido de los cerrojos presagia acción. El camión todavía está detenido, pero comienzan a sentirse disparos lejanos. No pasa un minuto cuando el camión comienza a moverse, el sonido de las armas se hace atronador y avanza al unísono con el camión. Cuando el teniente grita como un poseso “fuego, fuego coño…”, ya no se escucha nada, solo el retumbar de las AK. José, posicionado al lado izquierdo, dirige su mirada a la vegetación, que muestra fuertes señales de deterioro por los proyectiles, y abre fuego en régimen de ráfaga. El camión acelera la marcha mientras da tumbos cuando toma la curva que los detuvo minutos antes; entonces José descarga a discreción su cargador.

Arrastrando los pies, José regresa hasta la esquina del parque con la botella envuelta con papel periódico. Coloca la botella sobre la mesa y regresa a su banco; otra vez se restregó con las manos la barriga, levantando ligeramente la camiseta y estiró los pies, esta vez liberando sus retorcidos dedos de las sandalias plásticas. Uno de los hombres que estaba mirando la partida de dominó, retira la botella y busca en uno de los cajones de la mesa vasos de plásticos desechables, con evidentes señas de haber sido reutilizados en múltiples ocasiones, y fue repartiendo llenos de un ron destilado en los enmarañados alambiques del Santiago de Cuba profundo.

-Toma José, para que celebres ese almuerzo que dices; casi puedes decir que hoy es tu fiesta de cumpleaños…

Era una noche clara y fría del carajo. José se había movido unos metros de la caseta donde debía hacer la guardia, con su traje térmico de campaña. En cuclillas, trataba de controlar el sueño. A sus espaldas, el tronco de un árbol gigante, como una ceiba. En frente, un maizal que el viento convertía en una suerte de sombras danzarinas. El mal olor a restos de comida, orina rancia y excrementos de animales le ayudaban a mantenerse despierto. Era una buena posición para hacer las guardias, pero se había convertido en un infierno con el tiempo, entre los desperdicios que se tiraban por el día y el uso como urinario en las guardias nocturnas. De cuclillas, apoyándose en su AK, cerró los ojos unos segundos y pensó en Cuba. Quería creer que allá le recordaban y se preguntaba si los amigos en el parque habían pensado en que ese día era su cumpleaños. La noche se hacía más fría, más larga y mucho más nostálgica, cuando escuchó un sonido distinto al resto desde el maizal. “Son pasos” pensó, “no caben dudas”. Se escuchaba el sonido de pasos sobre la paja del maizal, eran varios, por momentos se apresuraban y luego se detenían; el sonido se sentía más cerca cada vez que se reanudaba, con un añadido: se podía detectar fácilmente el efecto que se produce en un despliegue lateral. No sería la primera vez que se producía un ataque nocturno por el enemigo. José quedó quieto, petrificado. Se dio cuenta de que, si se movía, podía delatar su posición. Una vez más sus pensamientos se fueron hasta Santiago de Cuba… el barrio, la esquina, los socios, la vieja, su hermano… “Coño, nada menos que el día de mi cumpleaños”. Lentamente liberó el seguro, hincó su rodilla izquierda y se llevó la AK al hombro. Sabía que esta vez no escaparía, eran muchos y estaban muy cerca. Aunque seguramente no lo habían visto todavía, estaba sin protección y, si disparaba, podían concentrar el fuego sobre él y fin de la historia. Los pasos seguían su rutina, caminando rápidamente en pequeños intervalos y luego quietos. “No puedo desesperarme, tengo que verlos primeros, debo garantizar el tiro”, pensó mientras su corazón se le quería salir. Sintió como su estómago se revolvía y tuvo que contener con trabajo un fuerte cólico. “Me cago en la mierda, el día de mi cumpleaños… ¿la gente allá se estará acordando de mí?”. La cosa pintaba muy fea, el sonido de los pasos volvió a repetirse y estaba claro: era una formación que se replegaba y, esta vez, se detenía al borde del maizal. José estaba listo para disparar. En pequeños intervalos de tiempo, recorría con la mirada cada mata que se movía. Entonces vio que algo a ras de tierra salía del maizal. El corazón se le encogió en el pecho, pero con agilidad apuntó, listo para abrir fuego. “¡Qué coño es eso, un perro!”. Desde otro punto algo se movió y comenzó a salir, giró rápidamente el arma y apuntó agudizando la vista. “Cojoneee… otro perro”. Más de siete perros salieron del maizal y, husmeando cada trozo de tierra, se fueron acercando hasta él rebuscando entre los restos de comida.

José se levantó, de un tirón se abrió los broches de la chaqueta del traje de combate y dejó que el aire frío entrara por el pecho sudoroso. Colocó el arma contra el tronco, miró el cielo y echó una sonrisa entre lágrimas. “Que dirán los socios cuando les cuente lo que me paso el día de mi cumpleaños. Seguro no se lo van a creer, seguro que ahora mismo estarán pensando en mí. Deja que llegue, que ganas tengo de tomarme una botella con ellos…”

-Caballeros, ¿alguien ha visto a José, hace unos minutos estaba por aquí, que coño es lo que le pasa, no va a jugar?

Lo buscaron con la vista por el parque, hasta que lo descubrieron sentado con la cabeza baja en uno de los bancos cerca del Álamo en el centro del parque. Le preguntaron -entre risas- si le pasaba algo y el tipo, por respuesta, realizó una aparatosa arqueada y largó un vomito sonoro y dilatado sobre la acera. A pesar del volumen de caldo, solo se pudo definir una minúscula porción de una hoja de lechuga como elemento sólido. En un instante y, después de los saltos para evitar el contacto con las salpicaduras, todos se preguntaron por el congrí, la carne, los plátanos y todo el arsenal de comida. Así surgió el mote de “lechuguita” que José “El Lechuguita” tuvo que admitir como sobrenombre porque nunca logró que dejaran de recordárselo constantemente.


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