domingo, 2 de junio de 2013

Ella me sorprende en los lugares más insólitos. Sí, La Guantanamera



Primero fue en un club de Irvine en California, recién llegados al exilio, donde fuimos invitados a bailar por el cumpleaños de Andy, la esposa de mi primo. Habían allí varios salones donde se oían diferentes géneros musicales y algunas parejas bailaban sin mucha intención, como reservándose para un momento mejor; recuerdo que en un instante todo cambio de improviso cuando en una de salas se escucharon los acordes de esa canción que me acecha, y casi todos corrieron en bandada y se dispusieron a bailar como no lo habían hecho en toda la noche. Bailaban salsa, por supuesto, y descubrí en su baile los pasos de un entrenamiento feroz y académico hasta llegar a la ejecución perfecta, y Rosa María me llamó la atención de que algunos aún parecían marcar los pasos como contando, 1 a la derecha y al centro, 2 a la izquierda y al centro, en un remedo de Casino mecanizado y sin la naturalidad propia de quienes lo aprenden sin maestro, sólo sintiendo la música. Pero lo mejor eran los acordes de La Guantanamera, el estribillo, los versos de Martí, la rememoración de mi ciudad natal. Mi primo Faustico me dijo “Esa es la mejor música del mundo” y no pude llorar aunque quise, y ahora que escribo lo hago aprovechando la soledad. Me sorprendí injusto con la canción y con la música cubana, porque siempre he protestado contra aquel proverbio de que “nadie es profeta en su tierra”, y esa canción necesitó ser oída por mí lejos en California antes de que yo la consagrara definitivamente, menuda soberbia. Entonces en vez de bailarla la cantamos a viva voz, destruyendo de un golpe aquel prejuicio de que mucha de la música cubana es para bailar y no para ser escuchada. Allí estaba viva, robándole el público a los demás géneros. Vi vacío el salón del rock y aquello me sobrecogió.


La segunda vez me sorprendió en un “pub” irlandes en Falmouth, Massachussets. El día había resultado excitante, pues después de mi exposición frente al comité de la Academia Nacional de Ciencias varias de las vacas sagradas de la especialidad fueron pródigas en reconocimientos y elogios y se brindaron a la colaboración. Creo fue en aquel momento que nuestro proyecto en Texas se consagró como líder en Ingeniería Atmosférica, algo que algunos todavía pretenden disputarnos. La cálida noche del verano nos llevó a el mencionado pub donde un cantante entrado en años deleitaba a la audiencia con canciones irlandesas y los más decididos se atrevían a bailar. De pronto volvieron aquellos acordes entrañables y para sorpresa mía muchos comenzaron a cantar el estribillo al estilo Pete Seeger. Sin embargo la sorpresa se la llevaron todos cuando yo empecé a cantar los versos de Martí en perfecto acople con el cantante, y al final Dale Bates me preguntó “What is this big deal with a Mexican song?” y yo, aturdido, tuve que explicarle el verdadero origen de la canción, un origen que aún nadie tiene claro, y donde Joseíto Fernández se lleva la peor parte conmigo pues defiendo la paternidad del Diablo Wilson. Viva de nuevo en la voz de un irlandés La Guantanamera estaba allí conmigo, y descubrí que la grandeza no tiene nido fijo en Massachussets, New York, Londres, o Paris, que también se posó alguna vez en la mente de un compositor olvidado, y nos acompañó en el parque de aquella ciudad lejana y entrañable donde nos atrevimos soñar.

“A la tercera va la vencida” y entonces me sorprendió hace una semana en el restaurante “Pepper Grill” de Cotulla, Texas. Un viejo trovador estaba allí, luchando la vida entonando canciones, algunas en inglés, otras en español, y de repente aparecieron los acordes de siempre, y mi voz empezó de nuevo a entonar la canción, y el trovador se me acercó e hicimos dúo: de nuevo los versos del poeta, de nuevo el estribillo, de nuevo la sensación de unidad entre esa canción y yo. Aníbal Gutiérrez resultó ser un panameño trovador que llegó a Cuba en los años cuarenta y vivió en La Habana el florecimiento del Son y el Bolero venidos de Oriente, y la consagración internacional de la música cubana. Aníbal me contó muchas de sus peripecias trabajando en los centrales azucareros, viajando de un lugar a otro de la isla mientras reparaba máquinas contadoras, en los lugares de asueto frente al Capitolio Habanero y en el Malecón, y se queja de que nunca visitó Oriente, “donde están los cerros” me dijo, casi con desconsuelo. También fue claro y terminante cuando aseguró que “no teníamos que venir entonces a los Estados Unidos”, pues se podía ir a buscar mejor vida en Cuba, donde se habla español, se encontraba trabajo, y se disfrutaban los mejores tabacos, los mejores brandys españoles y la mejor música del mundo. Ve con tristeza lo mal que nos ha ido en los últimos decenios, y nos desea libres y vueltos a la Isla de la que no entiende bien como se fue.

Ahora imagino a la canción acechándome de nuevo, lista para recordarme quien soy y porque coño estoy aquí. Y yo la espero. La imagino pugnando entre las canciones de Los Beatles y Serrat por ser mí preferida, una pugna de la que tomo ahora conciencia y donde la declaro vencedora. Ella es, sin embargo, algo más que un asunto personal, algo más que la canción que me ha acompañado siempre. Ella representa en su sencilla brevedad la cubanía, y nos trae siempre frescos los versos del poeta que en un acto de locura ofrendó su vida para fundar nuestra nacionalidad, porque eso es ante todo la cubanidad, un acto de locura.

Colaboración de Arquímedes Ruiz-Columbié, Cotulla, Texas, Septiembre 7 del 2003

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