jueves, 28 de noviembre de 2013
Hojas de Plata
“Los hombres son todos iguales, prometen el mundo y te endulzan la oreja hasta que obtienen lo que quieren, que es solo eso”. “Tienes que tener cuidado, no puedes confiar nunca en ellos y nunca les dejes acercarse demasiado si no sabes que vienen con buenas intenciones”. “Una mujer seria y decente nunca da el primer paso, tienes que esperar que sean ellos, porque si no, van a pensar que eres una de esas….”
Mi madre me habla desde la experiencia.
Sentadas en el portal de casa de abuela, con mi pelo en las manos trenzándolo, mi madre dicta las leyes que una adolescente deseada e ingenua tiene que saber para no perder “Eso” que es el famoso premio que todos quieren, y que mientras esté intacto, será el escudo que defiende mi honor.
Yo tenía solo 14 años, aún no entendía el poder que tenemos.
Tampoco sabía de besos de hombre, solo de besitos escondidos con Tonito, cuando nos encontrábamos en mis vacaciones habaneras de cada verano. Besos de “práctica”, Tonito era mi amigo y fue mi maestro en momentos de curiosidad, de ese tipo de curiosidad que las niñas “decentes” no deben tener y, que yo, no confesaba a nadie que sentía.
Pero él era como el héroe de las aventuras, Memé el halcón, que defiende siempre su novia (bueno, él no sabía que era mi novio). Así que, con sus cuatro años más que yo, siempre tenía algo que decirme para dejarme con la boca abierta y preguntando más y más. En una de mis vacaciones de verano, todos pegajosos de panetela borracha y helados frozen, le dije “oye, dame un beso de novios” y él, obediente y asustado, me pegó las bembas llenas de una cosa pegajosa, a las mías…y nos quedamos pegaos por segundos en que él, emocionado, no sabía qué hacer y yo, curiosa, me preguntaba si esto era el famoso beso que Memé le propinaba a la jevita…
Se despegó de repente y dijo:
-¿Tú eres mi novia?
-No chico… Que voy a ser tu novia. ¿Tú quieres que mi mamá me mate a golpes?
-Entonces límpiate la boca, porque si no eres mi novia.
-¿Eso era un beso de novios?
-No, porque no cerraste los ojos y, además, los besos de novios se dan restregándose así… Y comenzó a besar frenéticamente la palma de su mano moviendo la cabeza de un lado a otro.
-¿Y es rico cuando se besa así? Oye, no se lo decimos a nadie, y si me dejas probar el beso restregao yo soy tu novia.
-Dale… Pero tenemos que escondernos, porque esos son besos serios y no se dan en medio de la calle. Esta tarde, cuando salgas a jugar, nos vemos debajo de la mata de almendras de casa de mi tía, y vamos hasta calle 3ra y allí te enseño.
-Dale.
Yo pasé las 2 horas que me separaban de mi primer beso de novios restregando la boca en la palma de la mano para ver… No sea que una pasara pena por ser guajira.
Y cuando salí, después de la siesta, con mis chorcitos de niña de 8 añitos, ya estaba solemnemente preparada para ser la novia del único negrito decente de mi barrio Habanero.
-Oye chico, ¡yo no camino más!, si aquí nadie nos ve…
-Si se lo dicen a tu tía y se entera tu abuela, no te van a dejar salir más y te mandan pa’ Santa Clara. Bueno…
-Bueno dale… Dos cuadras y ya.
Llegamos al lugar designado. A las 5 de la tarde de un día del agosto habanero, detrás de un ficus enorme y frondoso, y con mucho cuidado de no pisotear ninguna de las brujerías que tiraban allí, recibí mi primer beso de novia y juramento de amor eterno.
El beso fue horrible. La restregadura de bembas lo único que me causó fue un peladito en la puntica de la bembita suave que tenía en esa edad, y a él, tremendo encabronamiento porque le dije que aquello era una cochinada.
Pero el juramento fue la puerta abierta a la que me asomé, sintiéndome segura para comenzar mis experimentos de chiquilla curiosa.
El pobre Tonito no sé cuánto provecho sacó de su juramento solemne y de aquel beso, pero yo gané un conejillo de indias, obediente y respetuoso que hacía todo lo que me daba la gana.
Ese año aprendí técnica de besos de novios.
En el otro verano aprendí técnica de besos de novios con ojos cerrados y boca abierta (una trucha boqueando fuera del agua era más sensual y romántica que yo). Los dos veranos siguientes no nos vimos. Tuve vacaciones de la escuela en los Campismos de Cienfuegos y en la Tatagua.
En el verano que cumplí los 14 y en camino a los 15, mi madre peinaba mi trenza en el portal de la casa de mi abuela habanera. En la acera de frente, bajo un sol mañanero, mi Tonito, con sus 18 años bien plantaos y su swing de habanerito, pacientemente esperaba para darme la lección de “besos de novios grandes”; solo que la niñez había pasado, arruinándonos la complicidad inocente. Yo ya no era la flaquita con cara de ángel que le robaba besos pegajosos de helado, era la “Guajirita” que querían todos los habaneritos de mi cuadra.
Mis amigos de juego: Tato, Osniel, el Miche… Todos eran como mi negro y todos querían esa famosa cosa que mi madre protegía con tanto fervor.
Aun cuando el cuerpo cambia y llegan los momentos de coqueteo, en algún lugar esos niños que jugaban a saltar en el saco y quimbumbia o carrampiola, unidos fielmente por la sangre de rodillas peladas y labios rotos con las caídas de las bicicletas, rehúsan ver la amiga de juegos como una mujercita. Gracias a eso, me salvé de que todos me cayeran encima por los dos meses de ese verano que marcó una pauta importante en mi vida de “novia de Tonito”.
Ese año, ya no me senté más en la esquina de la bodega por las noches a tirar huevos, ni me senté con las piernas abiertas delante de los demás varoncitos, ni mucho menos lo hice en el caballo de la bicicleta de cualquiera de ellos, toda mojada de estar en el río o la playa, para regresar a casa. Pero Tonito siguió siendo mi conejillo de indias, sin yo saberlo. Continué tratándolo con la inocente tranquilidad con la que se trata a un amigo que conoce los secretos que ni tu madre sabe, y con él que me sentía segura y “asexual”.
Hasta un día que, regresando de la playa en una guagua, me quedé medio dormida de pie, abrazada a él con la cabeza apoyada en su pecho y me di cuenta que la respiración se le aceleraba, que el corazón se le quería salir y que la mano que generalmente me ponía en la espalda para aguantarme, se había desaparecido… Levanté la mirada, y me dolió ver su lucha interior entre el hombre y el amigo, sudando la gota gorda por aguantarse. Me dijo: “puedes seguir durmiendo, faltan dos paradas”, pero algo invisible que tenemos las mujeres me repetía en la oreja: “no te le pegues más”.
Cuando bajamos de la guagua juraría que lo vi suspirar aliviado y secarse el sudor de la frente por el esfuerzo. Antes de pasarme la mano por los hombros y sonreír como siempre, me dijo: “clase calor en esa guagua guajira, coño… Cuando termine de estudiar me voy a comprar un carro pa’llevarte a la playa en las vacaciones”.
Pero no me llevó nunca a la playa en carro, porque me enamoré de él y las cosas se complicaron. Después de ese día, me alejé con un raro sentimiento de culpa cuando lo veía venir a buscarme para ir a bailar al liceo, y tenía que inventarle mentiras mirando para el suelo para que no se diera cuenta de cuanto me dolía no poder ir.
La adolescencia lo arruinó todo.
También él se alejó… y casi al final del verano, antes de regresar a mi ciudad, me dijeron mis amigas que estaba de novio con una jabaíta de azotea. Regresé a mi vida y pasaron más de nueve años, un matrimonio y una hija, antes de que lo volviera a ver.
De mujer divorciada y estudiante, regresé a casa de mi abuela a Guanabacoa, para continuar mis estudios y trabajar al mismo tiempo. Madre responsable de una nena de casi 3 años.
Recuerdo perfectamente el día que lo vi.
Era el cumpleaños de su prima, una de mis amigas de la infancia. Y ese día, todas las chicas de la cuadra estábamos en función de esa fiesta que daría la familia y en la que “los primos” pondrían la música y se ocuparían de repartir la bebida. Todas corriendo al manicure, haciéndonos torniquetes unas a las otras, sacándonos las cejas, prestándonos los vestidos o zapatos para quedar lindas… en fin, mujercitas cubanas de 22 años que se preparan para bailar.
Los primos. Ya había encontrado a todos que saludé con afecto: Wilfre, los Jimaguas, Gustavo… solo faltaba encontrarme con él. Aún no llegaba, porque en su escuela de idiomas se terminaba tarde. Confieso que sentí una intranquilidad rara todo el tiempo, como quien espera algo especial.
Pero no quise decirme a mí misma qué era lo que estaba esperando.
Con el pelo todavía envuelto en el torniquete -quería arreglarme con calma-, la fiesta estaba al comenzar ¡y yo aún en ese estado! Me demoré ayudando a confeccionar cajitas y ponerles ensalada fría, entonces oí una voz por la acera de la casa, que me llamaba titubeando; tenía algo de familiar… era él. 26 años de altísimo negro con una sonrisa perfecta que me decía “guajira, que linda estás… como has cambiado”, caminando hacia mí con los brazos abiertos. Y nos dimos un abrazo rápido, de circunstancias pero afectuoso. Ambos estábamos alegres de vernos, a tal punto que se nos olvidó la fiesta y el torniquete, y nos sentamos en el portal de casa a contarnos cosas de esos años separados entre risas y coqueteos de ambos lados.
Después de un rato él mismo me quitó el torniquete y, más tarde, luego de arreglarme y ducharme, nos reunimos de nuevo al grupo. Toda la noche bailando y riendo con la familia de ambos en el medio de la calle que nos vio correr y a pocos metros del ficus que nos escondió en el primer beso. Volvimos a ser los chiquillos que fuimos por un par de días. Playa, Casa de la Música, playa, malecón con guitarras y amigos, playa de nuevo… y una noche de regreso a casa, de madrugada y conversando, vimos de lejos el ficus que lleno de rocío resplandecía, como si tuviera las hojas de plata para nosotros.
Mi primer beso fue bajo un ficus junto a un juramento de amor y sabor a “queseyoqué” y, de nuevo, ese mismo ficus me vio besar la misma persona, pero esta vez temblando y con tímida vergüenza, sellando ese mismo juramento sin necesidad de hablar. El ficus sigue allí, viejo y sabio. Pienso llevarle algo cuando visite Cuba, en agradecimiento a las cosas que nos dio.
Ni yo ni él estamos allí, junto al ficus. Pero el juramento no se perdió entre los recovecos de la vida. Se puede amar de miles modos y a muchas personas, pero cuando amas una vez a una persona que ha sido parte importante en tu vida, nunca nadie podrá ocupar su espacio. La vida nos llevó lejos de Cuba, de nuestros recuerdos de niñez y de mis experimentos de niña mala.
Él es padre, yo madre… ninguno de nuestros hijos es común a ambos. Pero solo él y yo, cuando nos encontramos de paso en las vías de este mundo, vemos los hijos que no tuvimos, guardados en los ojos. Y en ese momento, jugamos a los juegos que no tuvimos tiempo de jugar. Hago los experimentos que no pude hacer y él, como buen hombrecito, está firme, sudando la gota gorda, esperando que yo deje de inventar cosas. Nos mostramos las nuevas cicatrices de la vida, nos lloramos la gente que se nos ha muerto en ambas familias, sin poder estar con ellas. Nos damos los besos embarrados de helados y las promesas de “cuando yo sea grande, voy a ser….” Nos dormimos el uno enlazado con el otro, con miedo de no poder deshacer ese lazo físico que no queremos romper, pero que el deber, las responsabilidades, la vida… Nos obliga a volver a vivir sin vernos.
Pero él nunca ha faltado a su promesa, ni yo a la mía.
Bajo nuestro ficus, un negrito de 12 años me dijo un día “te voy a querer para toda la vida” y una mujer de 22 le respondió “yo también”.
Mi madre se equivocaba ese día de mis 14 años mientras peinaba esa trenza… No todos los hombres quieren “solo eso”, hay unos que quieren una promesa que dure toda la vida y, de “eso”, lo único que realmente quieren es que sea de la persona que sabe cómo hacerlos hablar con los ojos y leerles lo que dicen, aun cuando ellos no quieren que se sepa.
Una historia de Daye Manuela Moreno, una de nuestras colaboradoras.
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