sábado, 22 de febrero de 2014

Qué fue de la vida Daye Manuela Moreno?

Su  vida es como un relámpago. Primero te muestra su luz intensa, luego te estremeces con su estruendo. Pero, lo mejor, es que nunca sabes cuándo se apaga o cuándo se enciende. El primer destello se produjo el 4 de noviembre del 1975 con su nacimiento. Fue en la Habana, pero desde antes se veía venir la tormenta. La madre, una habanera hermosa, se juntó con un guajiro de Ranchuelo y ahí se gestó la chispa. Después de nacer pasó un tiempo en la gran ciudad, pero terminó viviendo toda su infancia en la casa paterna. Creció bajo el ala protectora del abuelo, que se esforzó para que aprendiera a vivir frente a los “machitos” del barrio. La abuela, siempre atenta a su educación, se desvivía por formar una señorita que dejara en buen lugar su linaje. Manuela, desde niña, mostró ser muy inteligente; aprendió a leer a los cuatro años y a tumbar mangos a pedradas a los cinco, además de a montar a caballo, cocinar y todas las demás tareas de una guajirita que se precie. En la escuela era la más indisciplinada pero, en honor a la verdad, también la más avispada y, gracias a eso, se libró muchas veces de ser expulsada. A pesar de ser de las que nació “Bajo la Barba de Castro” y aun cuando fue hija de simples trabajadores en la Cuba socialista, disfrutó plenamente su infancia. Eso me contó y yo le creo.


En la pre-adolescencia la niña inteligente y obediente se volvió rebelde y muchas de las cosas que le enseñaron comenzaron a quedarle estrechas, así que los abuelos, que no tenían capacidad para adaptarse a sus ideas, la mandaron a vivir otra vez con su madre. Esta, al poco tiempo, reconoció también la fuerza del carácter que la Manuela mostraba y decidió que necesitaba mejorar su conducta. Por esa razón, acabó por internarla en una escuela de deporte para que aprendiera disciplina y otras cosas (eso es lo que se decía en aquella época). Aquello no fue una buena idea… y pasó allí un tiempo hasta que la botaron: “por bajo rendimiento deportivo y demasiado alto rendimiento académico; para los ñames que tenía como compañeritos, diría yo”. Eso me contó y yo le creo.

Era todavía una adolecente cuando terminó la secundaria básica y ya disponía de los atributos de belleza de “cualquier cubana”: curvas pronunciadas, lo suficiente pronunciadas… como para suscitar piropos que es mejor no repetir aquí. Un pelazo largo, con unos ojazos negros que podían inspirar cualquier bolerón, de esos en los que siempre un cubanito muere o sufre de amor. Al terminar los estudios secundarios Manuela solicitó estudiar pedagogía en lengua inglesa en “el destacamento pedagógico Abel Santamaría”. Pero, y lo escribo con sus propias palabras, “mi profesor de Educación Física, un cerdo hijo de…,  no me dejaba vivir y me suspendió por no saber driblar y por tener varias ausencias. El verdadero motivo, no oficial –y que no dije nunca-, era que el profe quería que driblara sentada sobre sus muslos y me negué. Tuve que repetir aquel año y perdí la oportunidad de estudiar pedagogía en el destacamento.  Al final me fui becada al pre-universitario de Manicaragua. Aprendí a cultivar tabaco, recoger café, sembrar arroz, bañarme con hierbas raras, comer cosas incomibles y traficar con leche en polvo. De allí salí pa´la universidad para estudiar Lengua y Literatura inglesa y con una barriga de 9 meses, entonces me convertí en: madre, estudiante, trabajadora y esposa, todo al mismo tiempo con solo 19 años”.

Sí, algo así como lo que en Cuba se suponía debía ser “el hombre nuevo”.


“Obviamente no pude llevar todo eso de manera constante y algunos de esos roles tuve que dejarlos para no morirme de cansancio... y lo primero fue dejar de ser esposa. En consecuencia, digamos que muy directa, dejé de estudiar. Así que en pleno “periodo especial” con una nena de dos años me fui a trabajar al Dpto. de Anatomía Patológica del Hospital Provincial de Santa Clara; limpiando. Sentí que mi vida no tenía perspectiva y, entre problemas familiares y penurias económicas decidí regresar a la Habana para buscar algo mejor”.

“Allí me reencontré con viejos amigos. Me introduje en ese mundo desbordado del mercado negro que siempre se vivió en la Habana;  donde lo mismo ibas a la zona franca a comprar ropa para revender que hacías tamales y “cajitas” de comida, vendías frasquitos de perfume  o carne de res. Así, entre negocio y negocio, “bisnes” y trueques, me enamoré de un tipo que frecuentaba un punto de venta de artesanías en La Catedral de la Habana (en fin, un “yuma”). Me gustaron sus palabras, sus modales y sus intenciones. Pasó el tiempo, también muchas palabras y, por lo que se puede conocer como “obvia evolución”, llegó el momento del matrimonio. Viajé a Italia, nunca había pensado o deseado salir de Cuba, pero y, siempre hay un pero… La Habana no parecía que podía darme algo mejor”.

“¿Sobre Italia?, oh!!! sí, sí…  ya hablaremos, pero por ahora solo te puedo adelantar que soy una cubana más…  en un mundo de yumas”.

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