Capítulo III. Se largan…
Por mucho que le pregunté, no logré que Onel pudiera explicar, en orden, lo que hizo o pensó ese día, narrándome la historia a ráfagas. Entonces decidí que, sin inventar nada y siendo lo más fiel posible a los hechos, narraría las cosas como pienso que pudieron pasar.
Es el día.
Días antes de la salida hacen un ensayo general, simulan disfrutar como familias normales de un día de playa. Pero cuando llega el “gran día”, y Onel espera que Marta le acompañe de nuevo a la playa de Cazonal, ella se niega. No puede resistir la idea de ver a Onel en aquella “cosa” hacerse a la mar.
La noche anterior, de un viernes de febrero, Onel se despedía de sus hijos, Marta María y Pasculin. Ella, con 11 años, no podía dejar de llorar al comprender que su papá intentaba irse de Cuba; el chico, más pequeño, también lloraba. Marta comprende entonces que la “amenaza” de Onel va a cumplirse, por lo que muestra su resistencia plantándose frente al coche, el mismo Peugeot que lleva el motor Johnson en el asiento trasero y al Rojo como copiloto. Onel, al timón, mete acelerones mientras sostiene el freno de mano. Trata de asustar a Marta y lograr que se aparte, pues sabe que, si esta situación se prolonga, acabará desistiendo de su viaje.
Marta, en un intento desesperado, se acerca a la ventana del coche e intenta decirle algo mirándole a los ojos. Ese es el momento que espera Onel, que sale disparado por el camino que va desde la casa hasta la salida de la finca. Lleva los dientes apretados, las fosas nasales hinchadas y las pupilas dilatas. Solo escucha las vibraciones del Peugeot y el ronroneo de la Júpiter conducida por Omar, con el Katamaran enganchado como sidecar.
El Peugeot entra en la carretera de Cuabitas como una exhalación y gira a la derecha rumbo a Santiago de Cuba; Omar les sigue. En el primer crucero Omar se adelanta, llegando a perderlo de vista en una carretera serpenteante. Cuando llegan al siguiente crucero, Omar está esperando y ve como el Peugeot vuelve a tomar la delantera. Este no era el plan y, después de un rato, Onel hace señales a Omar para que vuelva al frente.
Cuando entran en la ciudad aprovechan la vía rápida de la avenida de Las Américas y dan gas, de manera que ahora “van que joden”. A Onel le brillan los ojos y ríe para sus adentros; tiene la cara de los que saben que están a punto de salirse con la suya.
Llevan varios minutos corriendo en paralelo. Onel conduce como siempre ¡cagándose en todo! y menos mal que el aire fresco de la noche reduce sus niveles de testosterona. Dejan atrás la avenida en el parque de Ferreiro y continúan por la carretera que va a Siboney.
Hasta ahora todo marcha como han planeado. LLegan a la cuesta del poblado de Sevilla y la moto, que lleva una buena carga, acelera al máximo dejando atrás el Peugeot.
Onel entra en el pueblo a menos de 70 km por hora. A esa hora el pueblo está completamente dormido, solo hay luces en las calles y los portales. Cuando están saliendo de la población, el Rojo, que ha estado todo el viaje sin decir palabra, señala un coche de la policía detenido con las luces giratorias encendidas. Como si quisieran ir a hurtadillas, Onel levanta el pie del acelerador. Pero cuando sobrepasan el carro de la policía y se dan cuenta de que tienen a Omar y a la moto retenidos, Onel se queda congelado y, lo peor, pisa a fondo el acelerador.
El Rojo lo mira y espera la respuesta para la que no ha hecho pregunta. Onel, después de perder de vista las luces del carro de policía, comienza a conducir tan despacio que tiene la sensación de que se ha detenido.
“Onel, hay que abortar, han cogido a Omar. Alguien nos ha chivateao…”, por fin dice El Rojo.
Onel ni lo escucha, está pendiente al retrovisor. Han recorrido más de dos kilómetros a casi 30 km por hora y, cuando están a punto de detenerse, Onel ve por el espejo la luz de un faro. Es la luz del Júpiter. Casi rozando, Omar les pasa como un bólido y Onel, otra vez, pisa a fondo el Peugeot.
El momento de mayor vulnerabilidad.
Sin contar el incidente de Sevilla y los dos o tres coches que se han cruzado, el viaje ha sido perfecto. Han dejado atrás las playas de Siboney y Verraco y están llegando a la mismísima Cazonal.
Cuando dejan atrás el poblado, abandonan la carrera y se meten por el camino que desde hace tiempo han elegido. Llegan hasta la misma arena y estacionan la Júpiter y el Peugeot, uno al lado del otro.
Se bajan y Onel le pregunta:
“¿Qué cojones quería el policía?”.
“Nada, solo saber si tenía permiso para utilizar el Júpiter, como estamos fuera de horario laboral...”.
“¿Y lo traías verdad? Claro, ok. Rojo saca las cosas”.
“Primero vamos para el lado donde está el diente’e perro, como si buscáramos cangrejos”.
“Eso mismo, y saca las antorchas”.
Prenden una pequeña hoguera en los ‘dientes de perro’, como si fueran pescadores. Merodean un rato por el lugar hasta asegurarse de que no los siguen ni los vigilan.
No hay luna, el cielo está completamente estrellado y el terral es seco y cálido. Es el día perfecto para largarse de Cuba.
“Bueno, ya, a montar el Katamarán”, dice Onel.
Quince minutos era el tiempo máximo que se marcaron cuando, en el patio trasero de casa de Onel, entrenaron el montaje. Es el momento más vulnerable y tienen que minimizar los riesgos. Sin embargo, les basta cinco minutos. Dicho así… parece cosa de coser y cantar. Pero basta cerrar los ojos, imaginar la escena y ver que no es sencillo.
Hay poca luz, se mueven en arena, hay más de cincuenta (o muchos más) elementos que ensamblar y colocar en su orden. Tornillos, abrazaderas, cuerdas, tanques de gas y de gasolina que ajustar y, entre herramientas y otras muchas más cosas, hay nervios, muchos nervios. Sin embargo, los automatismos creados de tantos ensayos da sus frutos. Con habilidad cruzan y descruzan las manos atando y atornillando todas las piezas. Se mueven rápido y se visten, con pantalones y abrigos para el frío, más rápido todavía. Apenas se dicen palabras, tan solo para señalar el final de una tarea o el inicio de otra.
Cuando terminan, cargan el Katamarán, a tropezones llegan al agua y se trepan en sus puestos. Omar coge el timón, Onel y el Rojo se colocan en los tanques y comienzan a remar con fuerza; lo hacen con remos fabricados con raquetas de ping pong.
¡Raquetas de ping pong!, ¡raquetas de ping pong! Onel chico… ¡no te da vergüenza! [Este es un comentario personal, no tiene nada que ver con la historia]
Es evidente que el tema de los remos era una pérdida de tiempo.
“Omar, enciende eso” dice Onel.
Omar le da un tirón a la cuerda y el motor responde con un “rugido ronroneador”. El Katamarán da un tirón y pa’lante…
“Cojoneeee… ahora sí llegamos”. Grita Onel.
Van lanzados directos al horizonte, alejándose de la costa en línea recta -al carajo los remos. Tienen que apartarse lo más pronto posible del recorrido de las lanchas guardacosta, porque estas disparan a matar sin miramientos. Mientras avanzan, ven con satisfacción que el Katamarán ha pasado su gran prueba de fuego. No hay que olvidar que este es un momento decisivo, porque nunca se testaron sus posibilidades de navegación en bañera, río, lago o mar. Hay que echarlo al agua y esperar que navegue hacia delante… Y lo consiguen.
Cuando dejan de ver las luces de la costa y a esa distancia ya no hay lanchas de vigilancia, deciden hacer un giro a la izquierda y comenzar a buscar las luces de la Base.
La otra orilla.
¡Buscar las luces de la Base de Guantánamo! Este es el momento que da valor de leyenda al proyecto. Debo recordar, como dije antes, que Omar no sabe nadar y Onel solo lo ha intentado en la bañera. Además, no llevan brújula, ni carta náutica alguna y mucho menos un astrolabio para guiarse por las estrellas. Solamente tienen la información de que las luces de la Base de Guantánamo son de color amarillo. Es todo lo que saben. La gente decía: las luces blancas (lámparas de vapor de mercurio) señalan la parte cubana y las luces amarillas (lámparas de vapor de sodio) la parte de los americanos.
El Katamaran gira al este y, aunque en estas fechas la corriente no es fuerte, se siente como las olas son mayores cada vez. Este asunto les deja de preocupar cuando ven las luces amarillas. La ansiedad se disipa, pero la alegría dura poco. Justo en ese momento una ola eleva el Katamarán hasta ponerlo en posición perpendicular, pero ellos no saben lo que está pasando. Y el Rojo hace un comentario inquietante.
“Apagón, no se ven las luces amarillas, no es la Base”.
“No jodas, ¿un apagón?”. Preguntó Onel.
“Sí, un apagón, si las amarillas se apagan con el corte de luz, no es la Base”. Responde Omar.
No ha terminado la frase y comienzan a caer como en un tobogán. En unos segundos impactan contra el agua y los tres salen disparados por los aires, junto con los víveres que llevan.
Omar se hunde tragando toda el agua salada que puede, Onel chapotea con una mano y con la otra agarra a Omar por la solapa del abrigo. El Rojo bracea hasta alcanzar el Katamarán, sube y tira de Onel y de Omar.
“Mira, otra vez se ven las luces, no hay apagón”. Grita el Rojo a pleno pulmón.
Un instante para ver lo que les dice el Rojo y otra vez se pierden las luces. Entonces presienten la caída que les viene…
Esta vez, el Rojo y Omar se han mantenido en el Katamarán. Onel vuelve al mar, trepa como puede y se percata de que el motor está apagado.
“¡Omar, el motor, enciendelo cojoneees!”.
Omar da un tirón a la cuerda y el Johnson ronronea como si nada. El Katamarán comienza a escalar su próxima ola.
“Agárrense cojone. Omar, no sueltes el timón. ¡Apaga la linterna, coño!”. Grita Onel.
“Onel, escúchame, esto está jodío, debemos abortar. Yo me tiro y voy a nado, yo puedo hacerlo”. Grita el Rojo.
“No jodas maricón. Entonces nos jodemos, porque esto se descompensa. ¡Omar, que apagues la cabrona linterna, que nos van a descubrir!. Tú no te muevas Rojo, no vas a ninguna parte, cojone…”.
“Esto se jode maricón”. Responde el Rojo.
No ha terminado la frase y ¡plash! otra vez impactan. Onel se echa al agua y, sujetándose con las manos al tanque, enreda los pies del Rojo con los suyos.
“Rojo, tú no vas a ningún lugar, cojone. Omar... la linterna”.
“Ya está, ya está”. Omar hace añicos el foco de la linterna contra un lado del Katamarán.
“¡Onel, no me jodas, yo puedo nadar hasta la orilla, tú no ves que esto se hunde!”.
A pesar de que la discusión entre Onel y el Rojo continúa, el Katamarán se desliza por la siguiente ola como la seda.
“Ya sé Onel, ya sé cómo hacerlo”. Grita Omar.
“¿Que cojone hiciste?”.
“Nada, meterme en diagonal a la ola”.
Era tan simple como eso. Lo único jodío es la hora y el momento en que lo aprenden. Después de todo, la pérdida de las luces por momentos deja de ser motivo de preocupación. Siguen navegando correctamente y, cuando consideran que están frente a las luces amarillas, enfilan el Katamarán hacia la costa.
El sol comienza a aclarar la mañana. Tranquilamente llegan a la orilla, del lado izquierdo de la bahía que, hasta ese momento, ellos suponían que era la de Guantánamo.
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