miércoles, 16 de noviembre de 2016

Lola, diez minutos antes de las tres



Diez minutos antes de las tres de la tarde Lola, voluptuosa y exquisita, está desnuda sobre su cama: espléndida. Con sus propias manos acaricia sus piernas, se siente lo que es: una escultura de mujer.


Ella, la mejor pagá puta de La Habana reposa después de la lujuria vivida, amortizada por su cliente. Lola: tributo al monumento vivo de la sensualidad.


Para ella, hay más placer en lo que recibe y da en los juegos lúdicos de su alcoba que, en el justo pago por el sudor que desbordan sus cuentas; gabela para sus clientes ostentosos.

Nueve minutos antes de las tres, Lola contempla su exuberante cuerpo frente a su espejo confidente, una luna traída de la mismísima Venecia. Sí, sabe que su espejo no le miente, es la más famosa de La Habana por un torso que ostenta dos bien redondeados senos con pezones de dilatadas aureolas y ese pubis que corona unas piernas de escándalo. Sentada, observa el reflejo de su húmeda y templada vulva mientras embadurna sus muslos con esencias.

Los varones que la han frecuentado dicen, que se enloquecen, que no logran controlar sus precoces poluciones.  Los suspiros de placer de Lola superan a la más desvergonzada de las sirenas encantadoras de hombres.  Lola les abduces y terminan arrojándose entre sus piernas adoquinadas con canela.

A ocho minutos de las tres, con todo el gozo de su juventud, Lola rebosa de ideas de dominación al macho.  Ideas, que alimentan ese halo de misterio que se supone a cada mujer. Para completar su ritual, Lola mima su mente llenándola de trivialidades superfluas: piensa en zapatos, vestido, perfumes y joyas que estrenará en la puesta de sol, y así desafiar las olas frente al mar, retándolas a superar sus caderas; caderas con curvas sin límites de carnes.

Siete minutos antes de las tres, él, a hurtadillas como un espía, desde la habitación contigua escucha los gemidos de placer de Lola. Esos gemidos que le hieren y le han herido tantas veces. Esta vez está muy lastimado y gimotea sin consuelo. Completamente abatido, sigue sin comprender que Lola no es de nadie.

Descorazonado, farfulla como un extraviado las promesas de castillos y carruajes que Lola nunca ha querido escuchar. Y lamenta que la naturaleza no le entregó en suerte, el potencial suficiente para satisfacer a plenitud, la viciosa libido de Lola.

Seis minutos para las tres, y él permanece pávido, maldiciendo cada instante que malgastó en caricias, ofrendas y agasajos sin lograr sacar de Lola un solo chillido de hembra satisfecha y lo más doloroso, Lola nunca correspondió a sus mimos.

Cinco minutos antes de las tres, esconde un revolver entre sus piernas, cargado de miedo y frustración. Está sudando y pujando como un brujo que prepara un sacrificio. Pero para él, Lola no es víctima predilecta de ninguna deidad. Lola es la pieza que debe cobrarse su egoísmo. Quiere venganza, su dolor va más allá de toda comprensión, porque para él Lola es suya… y de nadie más.


Cuatro minutos antes de las tres, Lola, desnuda, abre las ventanas de cristal que dan al mar. Y se siente cubierta por la bendita briza que acaricia su piel tan brillante como corolas de cobre. El soplo salado acaricia a Lola que agradecida recoge sus brazos contra sus pechos y suspira profundamente, calando el mundo; rebosante de energía.

Tres minutos antes de las tres, él, hace el signo de la cruz y deja de estar de rodillas. Con su mano izquierda se arregla la americana, diseñada y fabricada según la última moda de Europa.  Acomoda su sombrero, cierra los ojos y mueve la cabeza negando con gesto lo que su sinrazón ordena.

A dos minutos de que sean las tres de la tarde suena el timbre de la habitación. Lola se cubre con una trasparente de seda el pródigo cuerpo. Cierra las ventanas, corre las cortinas apagando la luz natural y vuelve a sonar el timbre, mientras ella sin inmutarse termina de encender las velas aromáticas que abundan en toda la habitación.

Un minuto para las tres, y vuelve a sonar impacientemente el timbre. Con tranquilidad Lola camina hasta la puerta. Mira por la mirilla y su rostro dibuja una sonrisa amplia, como las vueltas anacaradas de un caracol. Es él, el último cliente. Llega justo a las tres. Lola abre la puerta y un fogonazo escandaliza la ciudad.


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