domingo, 30 de abril de 2017

La Escuela al Campo en Cuba, “En el campo alegre” Formula V (Macanacú). 1ra Parte




Domingo, Parque Abel Santamaría, frente al Centro Escolar 26 de Julio, antiguo Cuartel Moncada (Santiago de Cuba).

Llegué al parque de mañana junto a mi papá, mi mamá y mi hermano menor. Mi papá cargaba una maleta de madera que fabricó el abuelo con tablas de madera recia. El viejo quería asegurarse que estuviera blindada; aquella maleta pesaba lo que una vaca. El parque, aunque era temprano, estaba lleno de estudiantes listos para asistir a su primera Escuela al Campo, todos con maletas de madera.


La maleta era la clave del éxito de aquella “locura colectiva” que vivíamos en Cuba por aquellos años. A una Escuela al Campo tenías que llevar varios utensilios vitales para la supervivencia, que en aquellos años era muy difícil “encontrar”: un jarro de metal, plato y cuchara también de metal, cepillo y pasta de dientes (productos desaparecidos), un balde o algo similar donde coger el agua para el baño o lavar, además de ropa de trabajo, chancletas para el baño, etc. Y lo más importante, algún tipo de comida: mermelada, galletas o alguna lata de comida en conserva; esto último era para los más “dichosos”. La lista que hago -seguramente incompleta-, muy pocos podían tenerla al completo. Eran tiempos de una fuerte escasez en toda la Isla, aunque no para todos, pues algunos chicos llevaban hasta linterna. En Cuba la penuria siempre estuvo muy bien enfocada hacia aquellos que no éramos hijos de dirigentes, es decir, aquellos que estábamos destinados a ser “el hombre nuevo”.


A las Escuelas al Campo podías ir o no, porque era voluntario, pero era muy importante que supieras que, por no ir, podías perder el curso (repetir), podías terminar no graduándote si eras alumno de último año y, jodidamente, poder no ingresar en el pre-universitario. Como dice una expresión cubana: “Era voluntario como el chino…”, es decir, obligado.

Mientras mis padres conversaban con otros padres sobre la dificultad para encontrar cada uno de los enseres, yo me dedicaba a saludar amigos y compañeros de aula que también venían acompañados de sus familiares y sus maletas. Aquel parque era un mar de gente, eso me pareció a mí. Y allí nos dieron las 11 de la mañana o más, esperando la salida. Recuerdo que tenía un hambre del carajo y comencé a buscar, entre mis cosas, algo que comer. Entonces comenzaron a llamar a los estudiantes según el grupo de clases y, separados por sexo, abordamos las guaguas. Las maletas las cargaron en camiones y finalmente partió la caravana con destino al campamento de la Escuela al Campo.

Casi 10 minutos después de partir ya salíamos de la ciudad y, aunque en aquel autobús se gritaba más que se conversaba, una melodía logró ponernos a todos de acuerdo. Desde una radio portátil de fabricación soviética y colocada en el salpicadero de la guagua, brotaba la canción que nos unió en una sola voz.

“En el campo alegre tengo una casita, que no tiene vecinos y está hecha por mi…”


Como casi todos, también yo me separaba por primera vez de mi familia durante tanto tiempo. Eran 40 días viviendo en barracones construidos de tablas de palmeras, durmiendo en literas con una tela de saco como bastidor, sin luz eléctrica, sin agua corriente y, todavía más importante, viviendo muy cerca los chicos con las chicas ¡sin vigilancia materna…! Lo último compensaba todo lo demás, aunque, según se pudo ver en Macanacú, besar una chica era más difícil que tocar la Luna.

Un momento. Antes de continuar quiero decir que lo fundamental era la misión que teníamos, trabajar recogiendo café en las montañas de la Sierra Maestra. Nos estaban “construyendo” como hombres nuevos.

Pero volviendo a la canción de los Formulas V,  aunque el hambre molestaba un poco, desde el fondo de la guagua César y Rogelio se desgañitaban, aunque ellos pensaban que iban cantando. Considerando que desde que dejamos Santiago de Cuba no dejó de llover, el viaje se fue convirtiendo en una aventura fantástica.

Parecía que era interminable el viaje, hasta que llegamos a Guisa. Allí se hizo una parada “técnica” y bajamos de las guaguas. Era la hora de comer, beber, ir al baño… y, lo más emocionante, subir a los camiones. Alguien explicó que a partir de ahora el viaje sería en los camiones, porque los caminos no estaban preparados para las guaguas. Recuerdo a una profesora de Educación Física, una negra alta, atlética, lo que se dice una mujerona, muy risueña que a gritos nos ordenaba: “Por aquí, vengan chicos… Súbete en este Vázquez… Sí, sí súbete, súbete, dale… rápido”. Nos trepamos a los camiones mientras lloviznaba con impertinencia.


¡En los camiones el viaje se volvió espectacular! Dejamos atrás la asfaltada carretera que bordeaba la Sierra Maestra para adentrarnos en caminos de tierra que se dirigían directamente al corazón del monte. Comenzó a hacerse de noche, el cielo seguía encapotado y lo que era una llovizna impertinente ahora era una lluvia copiosa. En el camión, entre maletas de madera apiladas que amenazaban con caernos encima, apretujaos bajo una lona y zarandeados por los saltos que daba el camión, todavía quedaba tiempo para risas y burlas.

El viaje por aquellos caminos se hacía interminable y, para colmo, la caravana de camiones se detuvo. Entonces un profesor desde el camino gritó: “Hay que bajar… vamos muchachos, con calma, sin miedo, hay que bajar del camión”.

Nos bajamos con dificultad y nos acomodamos en la orilla del camino; ya era noche cerrada y seguía lloviendo, estaba calado hasta los huesos. Vimos como nuestro camión se puso en marcha y continuó su camino, siguió otro y luego otro y otro… No los conté, pero me parecieron muchos. El mismo profesor que nos dijo que bajáramos, nos pidió que le siguiéramos y con mucha dificultad comenzamos a cruzar un puente. El río bajaba rugiendo. Los profesores no dejaban de gritar que mantuviéramos la formación. Agarrados unos a otros pasamos el puente, que no era muy ancho, apenas para dar vía a un solo vehículo en un sentido y de largo unos 20 o 30 metros. Después del puente nos volvimos a reunir y al grito de los profesores abordamos una vez más los camiones. La verdad es que no sé si subí al mismo camión, pero la situación era la misma: maletas amenazantes, apretujados, seguía lloviendo, el camión no dejaba de dar tirones y la noche estaba completamente cerrada.

Pasado un  tiempo dejó de llover, el camión iba más rápido, el camino se hacía más estrecho y la vegetación casi se nos echaba encima. Entonces alguien gritó: “¡El campamento, el campamento!”, y se comenzaron a ver luces. El camión paró y se podían ver claramente dos grandes barracas que hacían una T, iluminadas con farolas chinas de queroseno.


El humo, de lo que suponía la cocina, me hizo recordar que tenía un hambre bestial.  Como un relámpago y a empujones, salté la baranda del camión y caí de pie, pero quedé enterrado en el fango. Cuanto intenté dar un paso sentí un chasquido y me di cuenta de que el zapato quedó enterrado. Por la inercia di otro paso y saqué el otro pie también sin zapato. Descalzo y a tientas llegué hasta una parte seca. Mientras no sabía qué hacer sentí una profunda angustia, era mi único par de zapatos y era de noche, parecía imposible que los recuperara. En eso la profe atleta me agarró por un brazo, indicándome que fuera hasta el comedor. Casi sollozando le expliqué lo de los zapatos y ella rápidamente me pidió que la siguiera. A puntillas y dando saltitos llegamos hasta el comedor, me senté en uno de los bancos que servían de asiento a unas largas mesas y quedé esperando como me dijo la profe.  Mi estómago rugía cada vez que alguien, con su jarro metálico lleno de gofio humeante, preguntaba por mis pies descalzos.

Con unos minutos y me trajeron un jarro con gofio y unas galletas enormes… Y con asco, pero de frente, me di un trago de aquel gofio caliente y aguao, al mismo tiempo que le pegaba un mordisco a la galleta, que tenía un sabor a gorgojo que daba pa´tras. Pero estaba feliz…

La Escuela al Campo en Cuba II

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