miércoles, 17 de mayo de 2017

La Escuela al Campo en Cuba. Yo estuve en Macanacú. 2da Parte




Antes les conté que perdí los zapatos al saltar del camión y que una profesora me trajo zapatos nuevos. Pues hay más...



Me escribe Marta Henríquez:
Yo estuve en Macanacú, recuerdo ese momento del cambio de las guaguas para los camiones, la lluvia, el fango, los camiones patinando en el lodo. Juanita, una amiguita mía, se puso tan nerviosa que daba gritos y corría en el fango arrastrando los pies dando vueltas sin sentido. Yo más bien me divertía con toda aquella locura, claro tenía 13 años, no medía peligros. No recuerdo haber comido gofio al llegar, si sé que me tiré en una litera y me quedé dormida, me despertó mi hermana Amalia llorando, porque no me encontraba y no sabía que había pasado conmigo después de un viaje como aquel. Pero es maravillosa la juventud, a pesar de todo esto disfrutábamos a los Fórmula V, cantábamos, pasábamos hambre, bailábamos, llorábamos y reíamos.

La verdad es que en aquel viaje nadie podía estar tranquilo. Todo fue un desastre,  lo que no faltó en Macanacú fueron incidencias. Pero muchos vivimos aquello como una gran aventura.
Lo mismo dice Eloísa Blanco:
Yo también estuve en Macanacú con Amalia y muchas amigas más. El fango era desastroso, la comida ni que hablar. Pasamos muchas cosas, pero éramos jóvenes. Los atardeceres hermosísimos. Los padres para llegar a vernos los domingos tenían que pasar un río que muchas veces estaba crecido... por eso la parodia "el río cuando crece los domingos desespera a los padres desespera a los hijos. Que esperan impacientes su llegada con la baba cargada, con la jaba cargada...”,  “tengo el pantalón zurcido...” jaja. Y así muchas parodias.
Alicia María Rosillo Martínez era alumna de la secundaria básica “Rubén Bravo” y describe su viaje a Macanacú-Arriba como una odisea. Es decir, que todavía a los muchachos de La Rubén les tocó ir más allá de donde estaba nuestro campamento. Cuenta que en un momento del viaje dejaron los camiones y siguieron en carretas tiradas por bueyes…
Así describe Alicia el viaje:
Yo estuve en Macanacú-Arriba con la Rubén Bravo, fue mi primer Plan Escuela Al Campo, tenía 12 años. Las descripciones de Marta y Eloísa son tal cual. Con ellas he rememorado toda aquella odisea para llegar a los albergues, donde estábamos como sardinitas en lata. Los chicos en otro albergue que estaba a unos 30 metros o más. Otra nave en el centro era el comedor y al fondo la cocina; creo era así.
Todo fue muy difícil desde que salimos, recuerdo que las guaguas viraran por el aguacero, ¡era un torrencial!. Tuvimos que ir a dormir a los albergues de la secundaria “Turcios Lima” en Palma Soriano, creo recordar. Salimos por la mañana y llegamos en la noche del otro día, pero no lo hicimos en las guaguas, ni en los camiones, porque los tuvimos que abandonar en el camino.  ¡Llegamos en carretas tiradas por bueyes!, el fango era tal que solo ellos podían seguir por aquel camino. Las ruedas de las carretas siguiendo las huellas de la otra que iba delante y nosotros agarrados a los palos que servían de baranda, mientras la carreta iba dando bandazos de un lado a otro. Las maletas llegaron al otro día en un camión.
Antes les conté que perdí los zapatos al saltar del camión y que una profesora me trajo zapatos nuevos, ¡casualmente de mi número! , pues sin perder tiempo me los calcé, eran tipo botines,  llegaban hasta los tobillos, de tela,  grises y con una suela alta de goma… “pepillos”. Con ellos puestos y muy contento me fui al barracón. En la entrada estaban amontonadas las maletas. Aunque una lámpara de querosén daba poca luz, no me fue difícil encontrar la mía, el abuelo y mi papá no se cansaron de hacerles señales “secretas”: marcas de pintura hechas en lugares estratégicos, un cordel de color rojo atado en el asa, y también mi nombre con letras grandes. No había pérdida.

Julio, mi profesor de Educación Laboral -un negro de voz calmada y robusto como un roble-, cuando me vio llegar me señaló mi litera y me entregó una manta; que no sé de qué coño estaba hecha porque picaba como carajo. Por fin me acomodé y pude abrir el candado que cerraba la maleta. El hambre me devoraba. Mis pensamientos estaban puestos en una barra de conserva de guayaba que sabía que tenía. Lo revolví todo buscándola y a un pequeño cuchillo que el abuelo me había “camuflado”. Se suponía que la conserva debía durarme lo más posible,  pero esa noche terminé con la mitad. También contribuyó que Antonio Parreño, mi compañero de clase,  cuando la vio me dijo: “Oye Váhqueh yo tengo galletas, si quieres compartimos…” Todavía recuerdo su cara, mientras comía tenía la cabeza encajada entre los hombros, los ojos tan abiertos que parecían querer salirse de sus órbitas y, mientras se llevaba un trozo de conserva con galleta a la boca, miraba de un lado a otro como si fuera delito lo que hacía. “Con queso fuera mejor, ¡eh Vahqueh!”.  Que festín nos dimos, pienso que algo más de la mitad de la barra de conserva desapareció esa noche.
El albergue era un barracón, tenía algo más de 70 metros de largo y 10  de ancho, con tres hileras de literas y dos pasillos muy estrechos entre ellas (es así como lo recuerdo). No teníamos electricidad, la luz más cercana era un candil de querosén en la litera en la que dormían los profesores Julio y Mariano -un tipo de casi dos metros de alto, fornido como un boxeador, siempre vestido con botas altas, pantalón verde olivo, cantimplora a la cintura, abrigo militar y gorro de tanquista-. También había un farol chino con una luz agonizante, pero este iluminaba desde allá… desde lejos, seguramente desde lo que debía ser el centro del barracón.
Era muy tarde y todavía algunos chicos, como Pedrito “el Loco”, corrían de aquí para allá asustando a los novatos. En aquella semioscuridad se escuchaban, además de las risotadas y burlas, los llantos y las maldiciones por el frío, el hambre y el fastidio.
En varias ocasiones los profesores pasaron pidiendo silencio y exigiendo que todos se mantuvieran en sus literas. Hasta que alguien pasó diciendo: “Cuando se apaguen las luces todo el mundo debe quedar en silencio”. Y Sucedió lo contrario, cuando el farol chino dejó de iluminar, todo quedó sumido en la más completa oscuridad y entonces comenzó la “fiesta”, se desató la mayor bulla que yo haya escuchado, más grande que cuando termina el himno nacional en los partidos de béisbol.
Entonces, el profesor Julio comenzó a recorrer todo el barracón con linterna en mano y golpeando con un palo las patas de las literas donde suponía  que había algún “chistoso”. El desorden era tal que en un momento el profesor Mariano nos ordenó ponernos de pie.  Y retumbó en mis oídos por primera vez el grito: “¡de Pie, a formar!”
Yo no entendía qué pasaba, y mis compañeros de primer curso tampoco lo entendían muy bien. Pero el grito se repitió varias veces y otros profesores pasaron entre las literas vociferando: “¡todo el mundo a formar… a formar!
Salimos fuera y me di cuenta de que en aquellos parajes el frío era del carajo. Los profesores, con mucho trabajo, nos hicieron formar como si fuéramos un pelotón militar.
Todo resultaba excitante, la Escuela al Campo parecía un “juego” que daba vida a las ambiciones juveniles de libertad, pero al mismo tiempo demostraba la inconsistencia de la ridícula interpretación que se hacía de las palabras de José Martí de “compaginar el trabajo y el estudio”. En Macanacú quedó acreditado que aquella “idea”, me refiero a la interpretación,  resultó ser un desastre de la que será imposible calcular sus daños.
Y la verdad es que toda aquella parafernalia, vista con perspectiva, metía miedo porque los profesores no dejaban de repetir que “nos lo habíamos buscado nosotros mismos por no permanecer en silencio”. En fin, era un castigo por no “obedecer las voces de mando”.
Todavía no se había logrado la formación y Mariano largó su grito de: “March…  1, 2, 3, 4… 1, 1… vamos, sigan las órdenes de mando ¡coño!…” ¿¡Marchar!?  Yo no sabía qué mierda era eso: “de frente march, media vueeeelta”. Una locura. Aquel “pelotón” no daba una y en los alrededores otros “pelotones” similares tenían las mismas dificultades. Mientras más errores cometíamos, Mariano más gritaba: “burros, sigan el ritmo de las órdenes… en la guerra son hombres muertos”. ¡La guerra!, qué mierda era aquello, de qué guerra me hablan, si yo no tenía ni 12 años.
Pero aquel ejercicio de castigo, por no hacer silencio, llegó a ser hasta divertido mientras no llegamos a las zonas anegadas. Fue marchar sobre el lodazal y comenzaron las protestas. Entonces Mariano respondió con su grito más poderoso: “¡esto es la guerra… no se detengan, esto es la guerra, carajo!”.
Y así fue cómo, después de perder mis primeros zapatos en el lodazal, los otros volvían al fango; con la diferencia de que esta vez los tenía bien atados.
Después de chapotear más de una hora en el barro, nos dieron permiso para volver a las literas. Ya casi he olvidado ese día, pero lo tenía como de los peores de mi vida.
De todos modos siempre amanece y aquella mañana entró por la ventana brillante con un fuerte olor a tierra mojada y yerba buena. Algo así se agradece, cuando la lluvia molestó durante horas.
Ahora toca trabajar”, esa era la frase que repetían los profesores cuando dieron el “de pie…” durante el desayuno de gofio con galletas campesinas, luego al agruparnos en brigadas de trabajo y cuando nos condujeron hasta el vivero, donde un señor con un fuerte aspecto de campesino nos indicó lo que debíamos hacer: arrancar toda la yerba de los alrededor de las posturas de café.  
Lo que era una mañana luminosa se fue oscureciendo. Y no pasó una hora de estar “trabajando”, cuando todo el cielo oscureció. Entre truenos, pequeñas ráfagas de viento con agua y dudas de seguir allí, escuchamos la orden: “déjenlo todo, a los albergues”. Salimos corriendo, pues de nuevo llegó la lluvia.

Desde aquella misma mañana no dejé de pensar en cuándo llegaría el día de marchar…
La Escuela al Campo en Cuba I

Comentarios: