Frente al Palacio de Justicia de Santiago de Cuba, mientras esperábamos por Juan, César y yo teníamos una discusión interminable sobre cuáles eran las razones de la mala prensa que tenía la República Popular China y, lo que era más sospechoso, las preferencias del gobierno cubano por los soviéticos frente a los maoístas; por qué unos sí y otros no, ¡acaso no eran comunistas los dos!
¿Oye, es verdad que Fidel dijo que Mao era un ‘Viejo Chocho’?. Le pregunté a César. (1)
Reímos a mandíbulas abiertas, como se dice normalmente cuando la risa es “destornillante”.
¿Y por qué coño lo dijo?. Repliqué.
Y en ese instante, cuando dilucidábamos el momento y las razones de por qué Fidel llamó “chocho” al Gran Conductor, llegó Juan. Sin concluir la discusión, seguimos nuestro camino por la avenida De Los Libertadores (La Central) hasta la avenida Victoriano Garzón.
Caminamos hasta la cafetería de Garzón y Pizarro, y nos detuvimos en la librería que está justo frente a las oficinas del partido comunista de Santiago. Aparentábamos mirar los libros por el cristal de la vidriera, pero en verdad preparábamos nuestra próxima acción.
Los de la colección Dragón son los más fáciles de coger, porque son pequeños y siempre publican novelas cortas, así que no son muy gruesos. Dijo César.
¿Y la Huracán?. Los hay que no son tan grandes. Ayer le eché el ojo a ‘24 Horas en la Vida de una Mujer’ de Stefan Zweig; es corto y, seguramente, muy bueno”. Comenté.
¡Pero tú no decías que te interesaba ‘El Cerebro de Donovan’, que es Dragón!. Para llevarse uno de la Huracán es mejor traer otro. Aquí te dan uno si entregas otro de la misma editorial, como un intercambio.
Se hizo un silencio de varios segundos, que interrumpió Juan.
Entonces, aplicamos la técnica del ‘Dios de los Trajes Blancos’. Cojo uno cualquiera de la estantería y lo intercambio por el que quiero; como si el primero fuese de mi casa. Soltó Juan, con su cara de ¡qué coño…!
Soltamos unas risas y estuvimos unos minutos más tratando de mentalizarnos mientras nos preparábamos: camisa por fuera y cinturón flojo. Así es fácil ocultar el libro entre el pantalón y la camisa.
Nos pusimos de acuerdo: César y yo entramos primero y merodeamos un rato, como si estuviésemos eligiendo libro. Luego entró Juan, que cogió uno cualquiera para cambiarlo por el Decamerón, de la misma editorial.
Aunque no era la primera vez, los nervios aceleraban tanto el corazón que su retumbar pensé me delataría.
Cuando entró Juan, intercambié una mirada rápida con César. Me escondí lo mejor que pude detrás de una de las estanterías, volví a mirar de reojo y vi a César que se movía en dirección a la salida. Comprendí que Juan estaba haciendo el intercambio, cogí el libro, lo escondí y salí ¡que jodía!
El temor de escuchar: ¡Eh, usted… deténgase ahí! me hacía sentir que caminaba por el aire.
Llegué a la entrada del Hotel Rex y allí estaba César esperando. A los tres o cuatro minutos vimos como Juan venía con “El Decamerón” en la mano. Y la ansiedad se transformó en alegría, risas y en una agitada conversación.
Decamerón, buen libro, me lo pasas cuando termines. Le dije a Juan.
Y qué, ¿te llevaste ‘El País de la Sombras Largas’? Le preguntó Juan a César.
Sí, la novela está considerada un clásico contemporáneo, cuenta la vida de una familia de esquimales, que su verdadero nombre es innuits, y el conflicto con la cultura del ‘hombre blanco’. Y tú Vasque, ¿cuál cogiste por fin?
Me llevé `El Cerebro de Donovan’. Estuve leyendo antes la contraportada y cuentan que el cerebro de un tipo poderoso, conservado en una urna de cristal, controla a otro por telepatía para resolver un crimen.
Llevarnos libros, en aquella época, se convirtió en una adicción. Primero, porque suponía un desafío reclamar, frente a los valores del Hombre Nuevo, la vieja sabiduría de nuestro Apóstol, quien supuestamente había dicho que “robar libros, no es robar” (2). Y, en segundo lugar, se añadía el morbo de que esa librería estaba justo enfrente de las oficinas del Partido.
El “comando” siguió por Enramadas, repasando y comentando la lectura de libros anteriores: “La guerra de las Salamandras”, “El Sol desnudo” ... , y planeando próximas adquisiciones, que en mi caso se centraban especialmente en la colección Huracán y los títulos de “La Comedia Humana” de Balzac: La casa del gato juguetón, El baile de Sceaux, La Vendetta, La bolsa y La amante imaginaria.
De tanto ir a la librería y rebuscar el libro apropiado para nuestra colección de irreverencias, no éramos tan desconocidos en la librería y, pienso, tampoco era ignorada nuestra actividad. Quizás el bajo precio de los libros de la edición Dragón y Huracán, que casi nunca llegaba a más de un peso, ayudó a que nos “perdonaran la vida”. Eso creo, pero ya nunca se sabrá.
Y como todos los días, nos paramos en la esquina de Calvario, mirando calle Enramada abajo. Eran más de las cinco de la tarde y Enramada era un hervidero…
Bueno, una tú y una yo. Me dice César.
¿Qué tiempo de máximo para cada una?
Cinco o diez minutos.
Juan, ¿tú no entras?
Hoy no, yo sigo hasta el parque. Responde, mientras no deja de hojear el Decamerón.
Vasque, empiezas tú.
La calle Enramada era la arteria principal de la ciudad y, en los 60’s, casi toda la vida de Santiago de Cuba se dilucidaba allí; o eso nos parecía. Y no era de extrañar, porque si algo nos gustaba, era ir hasta Las Novedades a por bocaditos de pierna con queso y pepino encurtido. En fin, no hablemos de comida.
Comenzamos con nuestra rutina. Debíamos abordar a una muchacha y lograr con “nuestra labia” una cita en menos de 10 minutos. Si la cosa se extendía y no resultaba, ¡a la próxima...! Lo teníamos claro, era un entrenamiento.
Naturalmente, si la conversación tomaba un buen camino, aunque no existiera posibilidad de cita inmediata, se permitía continuar “atacando” si se caminaba en sentido al parque Céspedes, lugar donde terminábamos analizando los resultados.
De las infinitas historias que se produjeron, hoy solo recuerdo una:
Era a la altura del Parque Serrano cuando, mientras César consumía su turno, vi que por la acera de enfrente iba subiendo una de las chicas nuevas que se había matriculado en ese curso. Ya nos habíamos visto antes en el patio de la escuela, a la hora de educación física. Allí nos cruzamos miradas, pero ahora era el momento. Crucé la calle y con un “hola”, comencé una conversación que no terminó nunca.
Después de mucho tiempo, volví a recordar con César aquellos días y, riendo, me confesó que resultaron “épicos”, utilizando su misma expresión.
(1) Según cuentan, en el discurso del 13 de marzo de 1966, Fidel Castro llamó “viejo chocho” a Mao. Aquí dejo un enlace del texto completo del discurso, en el que no aparece la frase como tal. Sería bueno encontrar un texto de la época o alguna grabación en directo, para poder confirmar si la frase se pronunció en verdad o es solo un “leyenda urbana”. Aunque se puede inferir por este párrafo del discurso, que Fidel, de manera indirecta se lo dice:
Y volviendo, para finalizar esta parte, a la idea que expresara, a los votos que hacía porque todos nosotros los hombres de esta Revolución, cuando por una ley biológica vayamos siendo incapaces de dirigir este país, sepamos dejar nuestro sitio a otros hombres capaces de hacerlo mejor. Preferible es organizar un Consejo de Ancianos donde a los ancianos se les escuche por sus experiencias adquiridas, se les oiga, pero de ninguna manera permitir que lleven adelante sus caprichos cuando la chochería se haya apoderado de ellos (APLAUSOS).
(2) Esta frase de José Martí (tal como se conoce popularmente) no aparece o no se ha encontrado en ningunos de sus escritos. Eso dicen algunos analistas de sus textos y yo me fio de lo que dice este periodista. Por eso puse la frase de esta manera “la vieja sabiduría de nuestro Apóstol, quien supuestamente había dicho que ‘robar libros, no es robar’”.
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