Era medianoche y varios amigos discutíamos si seguir de fiesta o largarnos a casa. De pronto, una panda de chamacos desembocó por la calle Santo Tomás, en el Parque Céspedes de Santiago de Cuba. Gritaban y reían de manera desaforada. Fue tal la sorpresa que, al unísono, nos subimos en un banco. Y desde allí vimos aparecer dos toretes de más de 180 kilos que iban embistiendo a diestra y siniestra todo lo que se les cruzaba por delante.
foto tomada del muro de Facebook de Jorge de Feria |
Pasado el susto y todavía de pie sobre el banco, reíamos y comentábamos como arrastraban a uno por la cola. Uno de los chicos, sin camisa, descalzo y en pantalones cortos, imitaba “pases de torero” con una camisa roja a modo de capote, mientras otros seguían molestando al torete.
Oleee… Oleee… Se escuchaban risas y gritos, y más oles y más risas.
Llegó un momento en que, a pesar de que el “torero” hacía infinitas piruetas y movía la camisa roja frente al torete, este ni se movía; no entraba al trapo.
De pronto sentimos un fuerte barullo a nuestras espaldas; era otro grupo molestando al segundo toro. Este enfiló hacia nosotros y yo, sin pensarlo, di tal salto que caí por fuera del parque. Todos los que estábamos sobre el banco terminamos dispersados, el lugar no era seguro.
Después del bote perdí de vista a mis amigos. Pegado a la pared en el lado de la calle Aguilera, me moví hasta la esquina de San Pedro y de ahí bajé a la calle Enramada. Me encontré a Eduardito que, con cara de incredulidad, me soltó:
“No jodas, que mierda es esa, ¿de dónde coño salieron esos toros?”.
“Yo que sé”, le contesté. Y un tipo de los que estaban en la esquina mirando el suceso, comentó sonriendo: “Esto se repite dos o tres veces por mes”.
En fin, después de reírnos decidimos ir a casa. Al despedirnos nos preguntamos que habría sido de Tony, pero como no lo vimos por ningún lado, no le dimos más importancia al asunto.
Subí por Enramada y ¡sorpresa!, en el Parque Serrano otro grupo de chamacos jaleaban otro torete. Pasé rápido del lugar y seguí rumbo a casa.
Un mes después de aquella “noche de toros” tenía que viajar a la Habana. Desperté muy temprano y mi papá se levantó a la misma hora. Mi viejo tenía que llegar a San Pedrito, un barrio lejos de casa. Un amigo que administraba un “Mercadito” (1) le iba a resolver (2) un saco o dos de papas.
Nos pusimos de acuerdo para salir juntos, se me hacía camino a la terminal de trenes y, además, podía llevar mi mochila en su carretilla de hierro, con ruedas de cojinetes.
Era oscuro todavía, faltaba una hora para amanecer. Bajamos por San Gerónimo y, llegando a Calvario, escuchamos un enorme clamor. Se repitió lo sucedido la noche que estaba con mis amigos. Un grupo de muchachos en tropel corría detrás de un torete por Calvario, en sentido al Boulevard (Plaza de Dolores), haciendo lo mismo que la noche del parque Céspedes.
“¡Coñooo… no es la primera vez que veo esto, qué pasa con esos toros!”, le digo a mi papá.
“En el matadero los sueltan”.
“¿En el matadero… el que está cerca de la terminal de trenes?, ¿los sueltan?, será que se escapan”.
“Que va… los sueltan, y alguno termina en algún callejón sin salida de la ciudad. Después aparece carne en el mercado negro. ¡Es que no te enteras!”.
“Entonces ¿toda la movida es un recurso de distracción? Yo pensé que era una nueva fiesta, una especie de encierro como en Pamplona”.
Nos reímos y seguimos nuestro camino mientras comentábamos el peligro de esta variante de encierro antillano -o más bien encerrona-, pues, si se descubriese el engaño, los responsables podrían ir a la cárcel por el sacrificio de ganado mayor (3).
Al llegar a la estación de trenes cogí mi mochila y me despedí del viejo. Él a su movida de las papas y yo a mi tren pa’la Habana. El tren demoró más de una hora en salir, pero por fin nos largamos.
Después de un buen rato de viaje, dejamos atrás la irregular vegetación de la provincia de Granma y nos adentramos en la interminable planicie de Las Tunas. Solo se veían campos de caña de azúcar y algún que otro reducto de sabana, para pastos.
El tren marchaba tan lento que resultaba desesperante. Solo habíamos recorrido un cuarto del viaje, pero los baños ya estaban atestados de porquería. Como siempre, parábamos de manera prolongada en cada poblado y el calor era asfixiante dentro del coche.
En un momento, y por sorpresa, sentía que corríamos a velocidad de vértigo –hablo de entre 60 o 70 km/h-; un atrevimiento del maquinista. Mirando por la ventana los postes pasaban a toda velocidad, imitando las secuencias aceleradas de una película del oeste. Parecía que en cualquier momento podían aparecer “pieles rojas” disparando flechas contra el “caballo de hierro”.
Cuando más entretenido estaba el viaje, un pasajero con los bolsillos de la guayabera llenos de bolígrafos y papeles me pregunta si viajo a La Habana. La verdad es que en esos momentos no tenía ganas de comenzar una conversación y mucho menos con un ñángara (4); bueno, eso me parecía.
En ese instante, como si me salvara la campana, se siente un pitido largo y el chirrido de los frenos. Inmediatamente ¡pum!, un golpe seco y el tren comienza a detenerse poco a poco.
“Coño, no me jodan”, gritó el pasajero de las guayaberas, removiéndose en su asiento como el que está de mal gusto.
“Parece que tuvimos un accidente, le dimos a algo, eso parece”. Digo, un poco impresionado, imaginando lo peor.
“Sí, le dimos a algo, pero ese algo ¡es una vaca!”.
Para entonces estábamos completamente detenidos y algunos pasajeros se agolpaban en las ventanillas o se bajaban del tren.
“¿Cómo que a una vaca?”. Le pregunté al ñángara.
“Sí, ahora estaremos aquí un buen rato, hasta que venga el veterinario y certifique la muerte por accidente”, responde levantando la mirada al techo y ladeando un poco la cabeza.
Se hizo un pequeño silencio y aproveché para levantarme y caminar hasta la salida del vagón.
En la puerta, al final de los escalones, el revisor amonestaba a los pasajeros que se amontonaban alrededor de una vaca muerta. Les advertía que no se entretuvieran, mientras murmuraba maldiciones contra los curiosos.
“Compañeros, compañeros... vuelvan al tren, salimos en cualquier momento”.
Había tantos paisanos como viajeros, lo que no dejaba de ser curioso, pues el accidente se había producido en medio de un cañaveral, es decir en medio de la nada.
“¿Qué tiempo estaremos aquí, quiero decir más o menos?”, le pregunté al revisor. Me miró extrañado por la pregunta, entonces volteó la cabeza hacia el lugar del accidente y habló…
“El suficiente y, después, hasta la próxima vaca”.
Lo dijo con esa fastidiosa dejadez que ha aprendido el cubano durante todos estos años de “socialismo castrista”, la misma que inspira el viejo dicho: tú haces que me pagas y yo como que trabajo.
Pasaron varias horas hasta que un fuerte barullo y un grito de “ahí viene…” señaló la llegada del veterinario. Levantada el acta, certificada la muerte “legal” y apartada la res de las vías, el tren reemprendió la marcha.
Mi ventana pasó lentamente frente al lugar del suceso. La repartición de trozos de carne resultaba grotesca, especialmente la agitación por lograr un buen cacho.
Otra vez en mi asiento, comenté en voz alta (amarga hora) la mala suerte que tuvo la vaca.
“Mira que venir a pastar cerca de la vía…”.
“No es cuestión de suerte, podían haberla tirado por a un barranco, pero eso no garantizaba que muriera en el acto”, respondió a mi comentario el de la guayabera.
“¿Quéeee?”. Otra vez cometí un error al reaccionar al comentario del ñángara.
“Si la vaca muere, incluso de muerte natural, no se permite la repartición de la carne entre privados. Como te dije, si la tiran por un barranco tampoco eso garantiza la repartición de la carne, porque en este caso el veterinario querrá comprobar si estaba muerta antes de caer. Por lo tanto, en este tipo de sacrificio…”.
“¿Sacrificio?”.
“Sí, sacrificio. Para matar una vaca, como el acto está penado por la ley, lo más apropiado es que la arrolle un tren. Es una muerte limpia, digamos, y se supone que la vaca estaba saludable… Y lo más importante: no hay culpables ni sospechosos. Recuerda que el problema no es solo de salubridad, está el delito en sí mismo que es dar muerte al ganado sin autorización para consumo privado. La muerte por atropello de tren permite descuartizar la vaca entre los vecinos; de ahí la popularidad del método”.
“Interesante… Será un vacío legal”, respondo.
El hombre seguía largando una muela interminable sobre el delito de dar muerte a una vaca, cuando volvió a sonar el pito del tren. Esta vez silbó varias veces seguidas, incluso parecía que hasta más fuerte. Y se volvió a sentir el chirrido de los frenos con el golpe seco ¡pummm…!
Me acordé de las palabras del conductor: “Hasta la próxima vaca…”. Otra res que descuartizar burlando las restricciones del régimen. Como sabía de qué iba la cosa, para dejar de escuchar al ñángara me levanté y me fui de “visita” a la locomotora y conocer mejor nuestro sistema ferroviario.
Después de atravesar varios vagones y estando a punto de llegar a la locomotora, me dieron un empujón contra los asientos, apartándome del pasillo. Solo pude decir “eeeh”. El tipo que me apartó me echó una mirada amenazante, fue un instante, se giró y siguió como una exhalación por el pasillo, con un paquete envuelto en un trapo sospechosamente ensangrentado.
“¡Vaya con el conductor! -pensé-. Se mueve rápido con el botín de la refriega. Irá a esconder partes del cadáver en la locomotora. Ahora entiendo su preocupación por los curiosos…”.
(1) Mercadito: Nombre con el que se denominaba a los establecimientos autorizados por el gobierno, dedicados a la venta de productos agrícolas de acuerdo a la Libreta de Abastecimiento (cartilla alimenticia).
(2) Resolver: en Cuba todo (cuando digo todo, es TODO) estaba racionado y controlado por el Estado. El término “resolver” se utilizaba para referir el acto de “agenciarse” cualquier bien, objeto o servicio sobre el que hubiese restricciones, cuya circulación no estuviese autorizada. El medio para “resolver” solía ser recurrir a un amigo o conocido que, a cambio de otro “resolver” (pagando en dinero o especie), podía conseguirte lo deseado. “Resolver” es, en pocas palabras, sustraer algo que es propiedad del Estado.
(3) La Asamblea Nacional del Poder Popular, en su sesión del día 23 de diciembre de 1987, del antes mencionado período de sesiones, ha aprobado lo siguiente: ARTÍCULO 240. 1. El que, sin autorización previa del órgano estatal específicamente facultado para ello, sacrifique ganado mayor, es sancionado con privación de libertad de dos a cinco años.
(4) ñángara
1. f. rur. Hond. p. us. ñácara.
2. m. y f. despect. coloq. Cuba, Hond. y Ven. Militante o simpatizante de un partido de izquierdas.
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