viernes, 11 de enero de 2013

No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande.

Entré a toda carrera en casa. En el portal mi papá me anunció que había traído la prensa. Abrí El Mundo (periódico Cubano extinto) con ansiedad y busqué entre las páginas centrales la sección de deportes; descubrí el pequeño recuadro donde estaba la tabla de resultados de los equipos. El Boston estaba en quinta posición. La noticia me mantuvo una vez más sumido en una interminable reflexión sobre mi inexplicable afición a este club de Grandes Ligas. Era el final de los 60 y yo un adolescente, pero ya era un forofo de los Red Sox. Quizás porque desde muy pequeño escuché con atención las historias que mi papá contaba del legendario Ted Williams: que si era capaz de ver cuando el bate golpeaba la bola; que no corría para capturar un fly y declaraba después antes los periodistas: “me pagan para batear, no para fildear…”; que si renunció a jugar y se fue de pesca cuando se enteró de que  el salario del Yankee Clipper (Joe Dimaggio) era superior a los 100 mil dólares y no quiso jugar  hasta que se lo igualasen, ya que, según él “era el mejor jugador de las Grandes Ligas”. 

La gran pregunta es: de dónde o cuándo surge la afición por un club que no está asociado a la ciudad o la región donde nacemos. Me contó Cris que su padre es un fanático del Atlético de Madrid. Yo he visto a Cris levantarse de la mesa que compartimos con otras personas en un bar para mirar el televisor y conocer el resultado del partido donde participó el Atleti, con el propósito de comentarlo con su padre. Pero su madre tiene origen germánico, nunca se había interesado por el fútbol y Cris me comentó que un día la sorprendió en una de sus vistas a casa, cuando le preguntó: “¿cómo le va a mi Recreativo de Huelva...?”. Era evidente que ella no seguía la Liga,  pero mostraba un interés particular por “su Recreativo”. ¿De dónde le viene su afición?. Lo más probable es que siempre sea una incógnita. Quizás Cris o el padre crean poder responder la pregunta, pero si preguntamos directamente a su madre, con mucha probabilidad, no lo sepa a ciencia cierta… Es posible que todo haya surgido en alguna ocasional rivalidad familiar en un partido del Atleti y el Recreativo, pero la verdad… la verdad, yo creo que en estos casos nunca se logra dilucidar.

En un programa deportivo algunos contertulios hicieron víctima de sus burlas a uno de ellos, Pipi Estrada. A este se le ocurrió decir que simpatizaba con un club por los colores, que eran los mismos que los de su ciudad. Simplemente por los colores… y las risas parecían interminables. Yo vi el programa y entendí lo que quiso decir. Yo también siento afición por El Milán, los Rossoneri. Y es que los colores del club de béisbol de mi ciudad son el Rojo y Negro, como los del Milán. A todo esto, recuerdo que una vez comenté mi “incompresible” gusto a un galego amigo de Vigo y se quedó pensando para luego decirme: “creo que tienes algo de razón, porque muchas veces yo me he identificado con Uruguay. Usa los mismo colores que el Celta de Vigo”. Pensar en esto me hace reflexionar que todavía me quedan muchos ejemplos que pueden ilustrar el fenómeno “amor a los colores de la camiseta”. Una vez estuve intentando con un argentino comenzar algunos negocios y un día que visitamos a unos posibles inversores, al entrar en el edificio donde se produciría la reunión de negocios, me dijo: “Oh! Todo saldrá bien, el vestíbulo está pintado con los colores del Boca Junior, el club de mis amores”.

Cuando busqué en aquel periódico los resultados de béisbol, recuerdo con claridad que mi intención era saber la posición de los Boston Red Sox. Y estoy seguro de que mi preferencia no coincidía con la de mi papá. No recuerdo que el viejo fuera fanático de los Red. Hablaba más de los New York Yankees  y del cácher Yogi Berra, de Lou Gehrig (Caballo de Hierro), la primera base de aquellos Yankees míticos,  donde compartía  turno al bate con Babe Ruth (el gran bambino).  Años después descubrí que muchos amigos eran fanáticos de los Yankees. Quizás son las victorias de un club las que inclinan nuestro gusto. Soy fanático del Real Madrid y mi novia, la que puedo clasificar como “anti-futbolera”, ha pegado en la nevera un recorte de periódico donde se narra la humillante derrota propinada al Madrid por el AD Alcorcón, un equipo de segunda B, en una eliminatoria de la Copa del Rey. Además de la delicadeza de recordármelo constantemente en la nevera, no pierde oportunidad de restregarme esta gesta conocida como “el Alcorconazo”…

Una tarde, sobre un camión sin techo en un viaje desde Santiago de Cuba a la playa de Siboney, encontré a un amigo que se acercó y con actitud del que quiere ser muy discreto, mirando a ambos lados, me preguntó en el oído: “Te enteraste, los Marlins de la Florida  se han coronado campeones del Mundo…”. “Claro hombre, ayer estuve escuchando toda la crónica por radio Martí”,  respondí sin pensar y posiblemente muy alto. Mi amigo abrió los ojos y, como yo, miró en todas direcciones con giros rápidos de cabeza. En mi alegría, había cometido un grave delito contra la seguridad del estado en Cuba: “propaganda enemiga”. El camión estaba a reventar, íbamos como sardinas. Las personas más cercanas nos observaban con esa mirada ida, característica del que viaja en un transporte público. Aunque nadie dijo nada, sentí la presión del que se siente vigilado. Después de mi desliz, nos mantuvimos unos minutos en silencio, pero no podíamos contenernos y retomamos la conversación.  Era evidente que disfrutábamos la victoria de los Marlins como si fuera nuestra. Lo asombroso fue que, sin darnos cuenta, se generaron otras conversaciones sobre el tema a nuestro alrededor. Todo el mundo estaba enterado del acontecimiento.  Se vertían opiniones diversas, pero la mayor parte eran elogios al lanzador cubano Liván Hernández. Mi amigo aportó información todavía más suculenta: lo que había ganado en dinero contante y sonante y los regalos que le habían hecho. También repitió varias veces una frase del discurso de Liván cuando celebraba la victoria: “Miami, I love you”, que era lo único que sabía decir en inglés, según mi amigo.  Hay algo de misterioso en las reacciones que provoca una victoria deportiva. Cómo un santiaguero puede sentir tanta alegría por los éxitos de un pícher que es  oriundo de la Habana, que  participa en un equipo que prácticamente en aquellos momentos no tenía historia en las Grandes Ligas y que pertenece a una ciudad muy alejada de la geografía santiaguera… Es tan sólo porque había cubanos involucrados en la victoria. Parece que va a ser eso.


El Boston Rex Sox había ganado por última vez en 1918 y, desde entonces, lo atenazaba la mala suerte, que ya duraba 86 años. Dice la leyenda que el maleficio comenzó cuando vendieron a Babe Ruth a los Yankees. En los años 60, cuando nació mi afición por el Boston, no tenía idea de aquella historia y mucho menos imaginé que sería tan cruel. Tuve mis crisis de fe, no lo niego, especialmente cuando vi ganar más de una vez las series mundiales a los Toronto Blue Jays, un club canadiense fundado en 1977.  Algo desconocido me mantenía fiel al Boston Red Sox.

En el otoño de 2004 estaba trabajando en Astana, capital de Kazakstán. La compañía para la que trabajaba arrendó un piso inmenso en uno de los nuevos barrios de la ciudad. El salón principal, además de tener un enorme sofá, tenía también un televisor descomunal, con un paquete de canales deportivos de todo el mundo. El mismo primer día de haberme instalado y después de llegar del trabajo, acomodado en el sofá comencé un zapping hasta que descubrí que uno de los canales deportivos trasmitía noticias de la Serie Mundial de Béisbol, que coincidía con su centenario y, lo más importante, uno de los equipos involucrados eran los Boston Red Sox. ¡Increíble!, mientras pasaban las imágenes destacadas del primer juego -que, por cierto, habían ganado los Red-, anunciaron que esa noche desde el Fenway Park se trasmitiría el segundo juego. ¡No lo podía creer!. Calculé las horas que quedaban para ver el juego. Hay mucho más de 10 horas de diferencia con Boston y en Astana eran las siete de la noche. Sobraba tiempo. Me fui a la calle por cerveza, pero antes estuve recorriendo las calles aproximadamente una hora sin rumbo. Imaginaba que discutía de pelota con Chacha y Macuto, uno en Texas, casi igual de lejos que Boston, y el otro seguramente mucho más lejos que el primero... Lo más seguro es que Chacha haría algún chiste sarcástico, conociendo su afición por los Yankees. No conocía a nadie en aquel lugar. Me paré en una esquina protegido con un abrigo de piel, las manos enguantadas en los bolsillos, un gorro de lana hasta las orejas, la bufanda enrollada en todo el cuello hasta la nariz y, nunca como esa vez, reparé que soy un vagabundo empedernido.

Prácticamente lo único que me enlaza con mi cultura original es el béisbol. De regreso a casa encendí el televisor sin volumen y a ratos miraba para ver lo mismo de siempre: una colección interminable de imágenes que, de momento, se hacían reconocibles de tanto haberlas visto: como un coche o algún perfume que anunciaban “infalible” para conquistar una rubia despampanante. En la madrugada (casi al amanecer) comenzó el partido y entonces solo tuve tiempo para la cerveza (desde el amanecer).  El partido terminó y ganaron los Red. Tomé una ducha y me fui al trabajo pensando que no reconocía un solo jugador del Boston. Semidormido pasé el día, sin muchos aciertos, más preocupado por el tercer partido donde los Red serían visitantes. Estaba viviendo algo increíble. Astana no me hacía caso, pero me importaba un carajo… yo iba a mi bola.

El siguiente juego me lo perdí, no pude despertar en la madrugada y, para colmo, se me hizo tarde para ir al trabajo. De manera que, cabreado conmigo mismo, apenas llegué a la oficina encendí el ordenador para buscar información en internet… Menos mal, los Red Sox habían vuelto a ganar. Parecía que la cosa iba bien, con tres victorias seguidas sería difícil que esta vez el anillo se escapara. Aunque por dentro sentía ese malestar que con los años se había instalado en El Mundo Red Sox. Todo el día estuve huraño, no quería saber de nada, rechacé invitaciones de comida y no quería que me hablaran. Solo pensaba en los Red. Me sentaba en el ordenador y, como nunca, mi creatividad estaba desatada. Mis costumbres habían pasado a ser nocturnas y de alguna manera me alegré de estar solo en aquel piso. La verdad es que hubiera querido compartir mi alegría con otros amigos, pero el béisbol en aquellas regiones era simplemente una anécdota. Intenté comentar con algunos conocidos, pero todos me miraban con asombro y, cuando les decía que veía los juegos en la madrugada, hasta noté que me observaban como si estuviera trastornado.

Para el cuarto juego me preparé concienzudamente. Salí más temprano que nunca del trabajo y compré una buena cantidad de salchichas que yo mismo me dediqué a asar. Pensé en las palomitas, que es lo tradicional. A la mierda con las palomitas, lo mejor para esta ocasión eran salchichas asadas rebosadas de queso fundido y papas fritas tipo chips. Ah, y cerveza, mucha cerveza, cualquier cantidad…

Los otoños en Astana son fríos de carajo, el viento recorre la estepa como una navaja. La calefacción en el piso mantenía una temperatura de 25 grados, pero fuera del confort la noche era especialmente gélida.

Cuando comenzó el cuarto juego hacía rato que yo había comenzado la fiesta. Sabía que podía ser un día histórico, me sentía eufórico y estuve dos veces tentado de llamar a mi casa -a  miles de kilómetros-, y contarle a mi viejo que estaba mirando ahora mismo como los Red Sox se coronaban campeones después de 86 años de espera. No hice la llamada, quería ser prudente atendiendo a la historia de los Red. Pero todavía me arrepiento. A mi papá le hubiera importado poco la victoria de los Red, le habría hecho más feliz saber que yo disfrutaba del Béisbol de las Grandes Ligas y hubiera sido el tema para la mañana siguiente, en su encuentro con otros viejos del parque. Todavía sigo arrepintiéndome de no haber hecho la llamada.  Aunque los Red Sox se adelantaron en el marcador desde el principio, el juego se mantenía tenso. Los Red  habían marcado y St. Luis no, pero estos también habían controlado a los bateadores del Boston y la concatenación de ceros en el marcador hacía que la victoria final fuera insegura. El salón se había llenado del humo de mis cigarrillos, perdí la cuenta de la cerveza que me había tomado y prácticamente ya no quedaban perros calientes. Me quité la camisa, sudaba, y una sensación de intranquilidad no me dejaba ver el juego reposadamente.




Noveno innings, última oportunidad para St. Luis. Yo de pie, no dejaba de dar paseítos sin quitar la mirada de la pantalla del televisor… 86 años esperando esta victoria y la posibilidad de ver con mis ojos lo que varias generaciones de fanáticos del Boston Red Sox habían esperado. El cerrador Keith Foulke, impecable,  eliminó a los dos primeros. Entonces Edgar Rentería en un lance inofensivo, un roletazo al montículo, concedió el último out. Entonces sentí lo indescriptible, levanté los brazos y grité con fuerzas: Red Sox, Red Sox…!! Le di volumen al televisor, los narradores gritaban, el sonido ambiente del estadio retumbaba en el piso como colofón a  tanta espera. Fui hasta las ventanas, las abrí de par en par y un viento helado liberador penetró. No sé por qué carajo otra vez volví a gritar con todas mis fuerzas como un perturbado a la ciudad de Astana, que vivía ajena al acontecimiento mundial: Red Sox… Red Sox… Red Sox…!! Cerré las ventanas, apagué el televisor, apuré una cerveza más mientras caminaba de un lado a otro dentro del piso, al fin me tiré en la cama boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos ocupando todo el espacio posible. Sencillamente en la gloría… La victoria, sí.
Pero incluso sin victoria, No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande.


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