sábado, 6 de julio de 2013

El guajiro, machete en mano, quiso darle la última oportunidad.


Maritza Álamo ha escrito una novela, todavía inédita, me la envió y ahora la estoy leyendo.  De crítica literaria entiendo poco, pero a medida que progreso en la lectura me doy cuenta que disfruto con las historias, me gusta. No los voy a cansar con mis comentarios, porque hay pasajes de la novela que no me permiten permanecer en silencio…   y he decidió adelantarles algunos en el blog, para ir haciendo boca hasta que Mary decida publicarla, aquí uno de ellos :


Para Candido Góngora, la facilidad de componer versos le venía de herencia por un tío suyo, famoso en la comarca, dado lo enamoradizo y jaranero que era. A “Tribilín Cantor”, que así le llamaron hasta su muerte, no había fiesta, guateque, zapateo o serenata que se le escapara, fuera invitado o no, en el batey o los alrededores. Acompañado por su “tres”, la guitarra amiga a la espalda y una controversia en la boca, allá iba y de allí salía, dando tumbos -por el aguardiente-, de la mano de una guajira enamorada que perdía la cabeza, y algo más, al escuchar las tonadas de aquel trovador. Una o dos semanas después, las muchachas regresaban a sus casas, por propia voluntad -sin agravios-, concientes de no poder seguir el ritmo bohemio de la vida del artista.

Así vivió hasta que tuvo la mala estrella de conocer a una joven guajirita -pero bastante espabilada-, que se convirtió en la causa de su prematura muerte. Margarita, que así se llamaba, regresó al bohío con el vestido de fiesta estrujado, las greñas revueltas y los ojos bajos. Había desaparecido la noche anterior, aprovechando el descuido paternal y la algarabía del guateque con el que celebraban sus quince años. El padre, al verla, no pensó en que la escapada nocturna fuera consentida por la niña, sino en el honor mancillado por el descarado aquél que la había usado y tirado. Se propuso limpiar el ultraje jurando que, donde viera a Tribilín Cantor, le mataría.

¡Pero padre, yo...! -gritó Margarita al escuchar el juramento.

¡Usted se calla, carajo! -la interrumpió el guajiro-. ¡O se casa, o le mato!.

¡Ah, bueno! -respiró la otra pensando que, después de todo, había sido una buena idea pasar la noche abrazada a la borrachera del cantor, aunque no le hubiera tocado ni un pelo.

“Ahora será para mí sola”, pensó Margarita, “¡Qué envidia me van a tener las demás...!”.

Contaban los que conocían de primera mano la historia, que el padre le siguió los pasos al de la guitarra a cuestas, hasta que le sorprendió a solas. Tribilín, ignorante de las patrañas de Margarita y de la venganza familiar, tuvo poco tiempo para explicar que no se acordaba de quién era Margarita, que él no la conocía de nada. Sí, él había ido a tocar a un guateque quinceañero, pero se fue borracho, de verdad... Ese brote de sinceridad, viniendo de su boca, fue la peor defensa que pudo escoger. El guajiro, machete en mano, quiso darle la última oportunidad de vida si aceptaba casarse con su hija. Tribilín Cantor -opuesto por convicción a cualquier atadura- le contestó: “sola vaya la lechuza, prefiero quedarme solo que mal acompañado”. Así fue, en medio del camino. Quedó solo y bañado en  sangre, mientras liberaba sus últimos suspiros. Al menos, eso era lo que decían en Palma Mocha.

Colaboración de Maritza Álamo Reyes

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