martes, 15 de octubre de 2013

En Cuba, después de más de 50 años de dictadura, todavía no se ha superado esa fase política




Venía atravesando el parque de Ferreiro y llegaba a la esquina de la farmacia cuando vi varias personas que se acercaban mientras gritaban “consignas revolucionarias”. No puse atención, suponía que era más de lo mismo de lo que siempre he vivido en Cuba. Continué mi camino, pero vi que llegaba más gente desde el otro sentido de la calle y los cánticos ahora estaban claros: “que se vayan… que se vayan…”. Me detuve, miré atrás  y vi un gentío que se había agrupado ante la casa que está frente a la farmacia.  Gritaban a coro las consignas que antes venían cantando. Pero ahora vi que también tiraban huevos contra la casa y observé que, desde un carro estacionado a pocos metros del lugar, había quien extraía estuches de cartón con huevos y los repartía entre los manifestantes. La aglomeración de personas reunidas podía pasar de cien; no obstante, muchas no participaban activamente, solo observaban. Pero un grupo muy combativo y enardecido también tiraba piedras entre los huevos.


En un momento dado, alguien salió de la casa y se detuvo en el jardín, tan solo a unos pasos de la verja que daba a la acera. Trataba de decir algo, pero los gritos no permitían que se escuchara. Era una señora delgada con el pelo canoso. Alzó los brazos y con las manos pidió calma, pero en ese mismo momento un huevo le hizo impacto en pleno rostro. Se llevó la mano a la cara y bajó la cabeza. Entonces, otro huevo le pegó en la frente y, al mismo tiempo, otro en un hombro. La frecuencia de disparos y el número de huevos que la golpeaban le hicieron escapar y, cuando se dio la vuelta, algo diferente de un huevo le golpeó la espalda. El impacto le hizo doblar las rodillas y a duras penas logró entrar en la casa. La salida de la mujer, que se había tomado como una provocación, causó tanta indignación entre los manifestantes que los gritos se habían convertido en alaridos. Incluso un joven había saltado la verja y tirado algo con tanta fuerza contra la puerta que hizo saltar un trozo de madera.

Dos mujeres que estaban cerca de mí, comentan:

“Ese muchacho e’tá arrebatado”.

“Pero chica, qué va hacer esa vieja en Estados Unidos y, además, negra”, dice la otra.

“No creo que sea la señora de la casa, debe ser la empleada”.

“¡La criada, tú ’tá loca, y qué hace defendiendo a esa gente!”.

“No sé, querrá quedarse en la casa”.

“Qué dices, esa casa… ¡tan céntrica!, seguro ya le tiene el ojo echao alguna gente importante”.

“¿Será la criada de verdad o la doña…?”

“No sé, está en la casa, y qué si es la criada o la dueña… que se vayan. ¡ABAJO LA GUSANERA!”.

Sigo mi camino dejando atrás el “acto de repudio”. Llegué al trabajo y nada mas entrar, Mireya me dice:

“Oye… Miguelito se va”.

“¿Sí?, y eso, quién te lo dijo”.

“Vino el tipo del sindicato y dijo que mañana hay que ir a la oficina central, porque tenemos que hacerle un acto de repudio, cuando tenga que recoger la carta de liberación”.

Me senté en mi mesa, me quedé pensando y entonces comprendí lo que Miguelito me había dicho días atrás: “Oye, si por alguna casualidad te piden que hagas un acto de repudio, aunque sea a un amigo, tú vas y gritas como cualquier otro…  no seas bobo y aparenta, que si no, tú sabes que te parten los cojones”.

Al día siguiente estaba todo el personal de la empresa en las oficinas centrales, los del centro de cálculo, los de los talleres, el departamento comercial; no faltaba nadie, dando tumbos entre las oficinas. Sabíamos que el único objetivo era gritarle a Miguelito todos los improperios que fueran posibles.

“Ahí viene, ahí viene…”,  uno de los técnicos daba la voz de alarma.

Rápidamente uno de los organizadores del acto nos manda hasta la entrada, indicando que dejemos espacio para que Miguelito pueda subir las escaleras hasta las oficinas del director. Miguelito entró. Se le veía claramente nervioso. Inmediatamente la gente comenzó a gritar.

“Abajo la gusanera, abajo la gusanera, abajo la gusanera… que se vaya, que se vaya… escoria, apátrida, traidor”. Los gritos se mantuvieron a discreción. Yo no pude gritar. Me quedé mirando como Miguelito subió los escalones de dos en dos. Cuando se perdió de vista, se hizo silencio. Entonces alguien me toco con fuerza en la espalda y me dijo: “Oye programador, grita… grita algo”. Traté de ver quien había sido, pero nadie de los que estaban detrás de mí se dio por enterado. Un poco más atrás estaba el secretario del sindicato que, cuando vio que me había dado la vuelta, me envío, afirmando con la cabeza, su mensaje: “Sí, que se vaya, que se vaya la gusanera”.

De nuevo escuché los gritos y vi como Miguelito apareció bajando los escalones con rapidez, mientras mantenía su mirada clavada en el piso. Todo fue muy  rápido, tanto que yo mismo me sorprendí cuando largué mi alarido:

“Que se vaya, que se vaya…”

¡Que vergüenza!

Aquí unos minutos de video que muestran un acto de repudio.  Es solo parte del documental Cuba del sueño a la desilusión.



El genial escritor gallego Manuel Rivas, en su obra “A lingua das bolboretas”, supo expresar con maestría una situación de este tipo trasladada al Fascismo triunfante tras la Guerra Civil española. En Cuba, después de más de 50 años de dictadura, todavía no se ha superado esa fase política en la que es necesario que todo el colectivo censure y acose al otro sólo porque disiente o, quizás más simplemente, porque está harto de tanta miseria. En su adaptación cinematográfica de la obra de Rivas, “La lengua de las mariposas”, el no menos genial cineasta José Luis Cuerda da vida a tan inquietante situación.


Comentarios: