jueves, 13 de marzo de 2014

Las cubanas saben lo que vale la carne


O sea, que la carne en Cuba no es una cosa que sea poco importante. A la bodega nos llegaban dos bistecs de vaca (que pa’mí eran de la vaca que estaba en el pesebre con Jesús, de lo duro que eran) y, cuando había, ternilla. ¿Se acuerdan de las matazones por la ternilla, caballeros? Una jauría de gente dándose codazos para poder coger un bultico de huesos para hacer sopa. ¡De pin…, ping…! A mi tía le rajaron un labio con un codazo mal dao en el "ternilleo" y ahí mismo se formó el salpafuera y mi tía se quedó con el labio partido, sin ternilla y con un bulto de pelos de la tipa en la mano.

 Pero bueno... el valor de la carne las cubanas lo conocemos aún más por nuestros machos.

A qué cubano que se respete no le gustan dos nalgonas de esas que cuando caminan hacen plof plof plof como los hervores del caldero de harina. Y un par de bolas de muslos con unas pantorrillas de "gallega". Con unas caderonas con masas, donde poder recostar la cabeza sin que los huesos le pinchen las sienes.

Pues eso... a nosotras las cubanas, la carne nos hace falta.

Cuando estaba en Cuba, recuerdo los cambios de mi cuerpo vistos a través de los ojos de los cubanos. Yo era una guajirita flaca y alta que parecía un güin de caña. Sin teta ni na’de na y, para colmo, con unas patas flacas y rodillas prominentes. Parecía el negativo de una foto de algún niño hambriento de África. Caballero... ¡que fea estaba! Y bueno, como siempre he sido muy enamorada, me volví loca por el macho más bello de la secundaria. Aquel blanquito tenía en la punta de la soga a media escuela. Con aquel pelo tipo "gallito" que le caía perfectamente en la frente cuando se daba dos golpes de peine y aquellos ojos color café cortao. Pero obviamente aquel blanco a mí, con aquel desamparo de carne en mi cuerpo, ni se dignaba mirarme. Y así pasé los 12 años, en estado de crisis total porque, ni poniéndome el shorcito más bello y más corto, mis nalgas salían a flote. Nada.

Mi cambio llegó sin esperármelo. En las vacaciones de verano, yo me iba a casa de mi familia en la Habana. Un par de meses de habanera. Gozando la papeleta con mis primos en el zoológico, el Parque Lenin, Acuario etc. etc. etc. Cuando regresé a mi campo, ya era el tiempo de comenzar la escuela. Mi abuelita, como cada año, sacó uniformes y tijeras y se dispuso a cortar tela para acomodarla a mi cuerpo; pero... ese año, no hubo cortes. Hubo que comprar sayitas nuevas.

Yo, como no estaba pa’eso, no noté nada hasta el tercer día de clases, cuando salgo por la puerta y me encuentro al "papi" de la escuela, con su “gallito” perfectamente peinado, que me dice: "Oye ven acá, ¿tú quiere’ ser mi jeva?". TEMBLORES EN LAS PATAS Y SUDOR FRÍO CON BEMBA TEMBLEQUEANTE Y TODO... Ahí mismo le dije: "Sí", y como buena guajira me mandé a correr a to’ lo que me daban las patas y no paré hasta mi casa.

Ese día agarré a mi primo y le dije: "Oye Orli... el Diego me pidió que fuera su novia. ¿Será que me he puesto bonita en la Habana?".  Y mi primo dijo las palabras mágicas que escuché por primera vez y todavía siguen resonado en mis oídos: "Mija, es que tienes ¡tremendo culo!".

Una historia de Daye Manuela Moreno, nuestra colaboradora.

Comentarios: