viernes, 4 de julio de 2014
La “libreta” como elemento conductor de la ideología (¡Que ya no estoy en Cuba!)
Ha pasado mucho tiempo desde que dejé Cuba. Sin embargo, hay cosas que no he podido olvidar. En algunos momentos me vienen a la mente imágenes que me producen un ligero pero impertinente malestar en el estómago. Al final, he terminado por pensar que esa sensación tiene toda la pinta de ser un daño cerebral permanente.
Arroz blanco, potaje de chícharos y huevo duro. Durante una prolongada época fue el menú de cada día de cualquier casa, incluso en el hospital, aunque padecieras alguna enfermedad gástrica o hepática. El plato se conocía como “los tres mosqueteros”. Un clásico. Dejé de comer potaje de chícharos hace mucho, más de 15 años. Pero no he podido desalojar de mi cerebro el sabor a gorgojo que acompañaba al arroz o al chícharo de turno de aquellos años. Me pregunto cómo sería el potaje de mamá si hubiera podido incorporar ajo, cebolla, pimiento, chorizo o un buen trozo de jamón. ¡Las madres cubanas merecen incontables medallas Michelín!. Cuando una mujer cubana (cultivada en la “revolución de Cuba”) se mete en la cocina, que se larguen a la calle el chef Gordon Ramsay, Ferran Adrià y el resto. Peleles, estos son puro pe-le-les… se lo digo yo.
Qué decir de cuando llegaban los productos a la bodega del barrio.
Recuerdo que estaba desayunando tranquilamente en casa cuando escuché gritos en la calle: “manteca… la manteca… llegooó la manteeeca”, y vi como mi papá daba un salto, soltaba la taza de café, de un tirón agarraba un jarro de dimensiones cósmicas (en Cuba el envase natural para la grasa) al tiempo que corría a la bodega con la libreta de abastecimiento en la otra mano. Mi madre, entre los cacharros de la cocina, quedó inmóvil y su rostro se trasformó con una sonrisa tipo Mona Lisa. Hasta el perro de casa, Saturno (“el sato de turno”, definición que incorporó el Ingeniero Henríquez para aquel perro de raza desconocida que en diferentes épocas formó parte de la familia cubana) salió de su escondrijo como una flecha y comenzó a mover su rabo desenfrenadamente. “Manteeecaaaa!... Sigo regurgitando la imagen anterior, cada vez que escucho la palabra.
Los cubanos que lean saben a qué me refiero. Pero a los no cubanos les dedico un pequeño párrafo esclarecedor. Definición de “libreta de abastecimiento”:
Instrumento creado en 1963 para garantizar una canasta básica a la población cubana. En aquellos primeros años de la revolución ya se veía venir el desastre que sería la economía… más adelante, se comprobó la eficacia de la “libreta” como elemento conductor de la ideología y, definitivamente, dados sus resultados, no se pudo prescindir de ella. Todo se repartía por medio de La Libreta, y no solo los alimentos. El abanico de productos abarcaba desde la cantidad (en gramos) de pan diario por persona hasta el número de tubos de pasta de dientes según las personas de la familia. También la ropa, el calzado y los productos de higiene personal (para los electrodomésticos existía otro método, todavía más eficaz ideológicamente) debían adquirirse según los criterios de la OFICODA (Oficina de Control para la Distribución de los Abastecimientos), que decidía, por ejemplo, que los hombres no podían adquirir más de un estuche de 4 o 5 cuchillas de afeitar al año, mientras que las mujeres también veían “planificadas” mensualmente las compresas (“íntimas” para las cubanas). Todo según la OFICODA. Porque de eso se trataba, de tenerlo todo controlado por medio de la Libreta de Abastecimiento.
Un día, y cuento una experiencia personal, estuve más de seis horas en una cola para poder comprar una camisa de cuadros y unos pantalones tipo “Ferdinand” (un payaso de la televisión de la Alemania Oriental). En fin, completamente “fajao”, igual “trepao” (Estos y otros términos parecido se utilizaron en Cuba, para señalar a los cubanos que se vestía con un pantalón de cuatros y al mismo tiempo utilizaba una camisa de cuadros, o viceversa. Es lo mismo, pero no es igual). Pero no eran un problema la espera, ni los colores o formas de las prendas. El intríngulis del asunto estaba en comprar según todas las “reglas” cubanas de adquirir bienes materiales que ya comenté. Lo verdaderamente difícil era elegir… ¡DIOS! elegir (por eso muchos, miles, eligieron una balsa para cruzar el estrecho de la Florida, otra cosa imposible). Si comprabas un pañuelo, no tenías derecho a calzoncillos. Si elegías un par de medias, debías descartar cualquier otra prenda que no fuera una camisa o un pantalón. Y solo te correspondía un par de zapatos al año. Lo mismo que si eras chica: si elegías blúmer (bragas, para que me entiendan las españolas), no te tocaban ajustadores (sostenes) o medias o pañuelos. Y al revés.
Todavía hoy se discute la viabilidad o no de la “libreta”, y hoy todavía se duda en eliminarla. Simplemente porque no tiene nada que ver con la regulación de la distribución de los productos por su escasez. La realidad es que la Libreta de Abastecimiento fue y sigue siendo un instrumento de control de la voluntad.
Yo, como muchos cubanos, me largué de Cuba y, un día, me vi solo en una calle que resultó extraña, en una ciudad impropia, donde no conocía a nadie y era difícil respirar confiadamente… Estuve durmiendo donde podía y comiendo como podía. No hablaba la lengua nativa y prácticamente todo lo hacía mal o me hacían ver lo mal que lo hacía. Estaba dentro de una telenovela muy “mala” y era el personaje que recibía los palos.
Durante un tiempo, que no puedo computar, vestí ropa de segunda mano y todo lo que me llevé al a boca era comida recalentada. Estaba en una situación peor que Naoh, personaje de la novela “La conquista del fuego” escrita por J. H. Rosny.
Pero llegó el día que entré a un apartamento que pude alquilar. Llegó ese día que estuve en un supermercado (no muy grande, pero muy cerca de casa) comprando manzanas, naranjas, frutos secos, café (instantáneo), una barra de pan recién horneada, salchichas, 500 gramos de lascas de jamón curado, media docena de huevos y dos kilos de papas… ¡Ah, me olvidaba, y seis latas de cerveza!. Tenía pensado preparar una suculenta cena y, lo mejor, no tuve que utilizar ninguna “libreta de abastecimiento”. ¡Espera!, en el mismo supermercado compré un cepillo de dientes, un tubo de pasta dental ¡con flúor!, un paquete de tres pares de medias (muy baratas… eran chinas, pero eran ¡tres pares!). Y otro detalle: aunque había comprado medias, intenté y logré ¡comprar un número igual de calzoncillos!. Solo tuve que pagar, ¡fue SIMPLE!.
Era tarde y mientras me daba una ducha pensaba en la “Big Omelette” que prepararía. Imaginé la sartén con suficiente aceite de oliva, cebolla, ajo, papas cortadas en juliana, huevos y una salchicha troceada. Todo eso acompañado con unas cervecitas muy frías. Pero todavía me faltaba lo mejor: la Televisión. Tenía un paquete de canales ¡vía satélites! ¡DIOS! No tenía que sufrir viendo esa “cara” en cada segundo… y me acordé de una canción: “Ojalá pase algo que te borre de pronto, para no verte tanto, para no verte siempre…”
Cuando terminé con la ducha elegí uno de los calzoncillos nuevos. Pensé tirar el viejo en el cesto de la ropa sucia, pero dudé. Dudé porque en ese instante comprendí que podía hacer uso del libre albedrío (¡el valor del libre albedrío!). Observé aquel calzoncillo, viejo, sí, aunque todavía utilizable. Pero sencillamente viejo. Entonces fui hasta la cocina, abrí la tapa de la basura y lo tiré ¡Que ya no estaba en Cuba, COJONE!.
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